Braun.El Dios sin nombre.rtf

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E. S. Braun

EL DIOS SIN NOMBRE

 

http://www.mercaba.org/Libros/BRAUN/cartel_dios_sin_nombre.htm

 

 

 

Tú eres oscuro

Tu nombre

Tú eres aterradoramente grande

Tú eres el amor

¿Qué es el amor?

Aunque tu madre te olvidara…

Tú me estás el más cercano

Tú eres mi sentido

Tú, Señor...

Tú eres mi tú

Tú juegas conmigo

Tú me has hecho

Yo soy tu imagen

Yo te busco

Tú me buscas

Me espanto ante tu mundo

Me espanto ante mí

Tú, Dios consolador

Tú eres la providencia

Tú conoces todo

Tú eres justo

Tú eres bueno

Tú eres santo

Sobre la seriedad de nuestro culto divino

Tú eres mi gran felicidad

Tu creación es hermosa

El canto del sol

Señales hacia ti

Tú en tu creación

 

 

 

TÚ ERES OSCURO

Me espanto de hablar contigo, Señor. Porque, ¿quién eres tú? Se me han contado de ti tantas cosas desde mi más tierna juventud, y yo confiaba en ti como en cualquiera de mis compañeros de juego, como en cualquiera que se inclinara hacia mí y fuese bueno conmigo. Yo he tenido en mi alma infantil una idea sobre ti, y creía que te comprendería. Pero ahora se me ha derrumbado todo lo que anteriormente sabía sobre ti. Señor, tú sabes que nunca he dudado de que tú existes, pero ya no soy el niño que se imagina que conoce tu esencia, que puede describirte y hablar de ti como se habla de algo perfectamente entendido. ¿O tal vez es así que cuando yo era niño te conocía, que tú estabas cerca de mí, y que yo sobre ti sabía más cuando era niño que ahora? Pero alguien me previene de creer que podemos conocerte: «Un Dios conocido no es ningún Dios.» Ahora me doy cuenta de lo lejos que tú estás de mí, y que yo no poseo en mí ninguna medida ni ninguna idea que te abarque y te aprehenda. Quizás solamente un loco piense que podría comprenderte, pero, por el contrario, toda mi religión y mis oraciones me aseguran solamente de que tú me comprendes a mí. Me separan de ti una muralla y un océano que no puedo atravesar. Yo grito frente a ellos y creo que en la otra parte hay un oído que escucha mi llamada, y creo que tú, gran Dios, eres ese oyente.

Y ahora quiero hablar contigo, Señor. No como si yo pudiese decirte algo que tú ignorases, como si tú sacases algo cuando yo charloteo delante de ti. Pero, sin embargo, yo creo que tú me escuchas. Y yo no quiero hablar contigo sobre mi propia ruindad y pobreza. Si empezara por ahí no llegaría a ningún fin; ya conoces tú suficientemente mi pobreza; sabes sobre ella más que yo, y no me estrañaría nada que taponases tus oídos ante todas las quejas de los hombres. En realidad yo quiero hablar contigo sobre ti. De nuevo estoy ante el problema: ¿cómo debo hablar contigo si en verdad no te conozco? ¿Cómo debo hacerlo si soy un hombre, si todavía ninguno de mis aviones ha llegado a tu orilla, si todavía ninguno de mis aparatos ha establecido contacto contigo? Yo lanzo la sonda hacia ti, pero siempre busca en el vacío. Y también la Escritura me advierte: «Nadie ha visto a Dios»; y san Pablo parece advertirme: «Dios habita una luz inaccesible.» Noto, Señor, que no fue casualidad el que tú hablases desde una nube oscura con Moisés (Ex 19, 9) y que le dijeses a Salomón que tú querías habitar en la oscuridad (2 Cron 6, 1). En ti mismo eres luz (¡qué luz!) pero para mí eres oscuro porque tu luz ciega mis ojos, y yo pienso que sólo veo oscuridad y tinieblas cuando dirijo mis ojos hacia ti. ¿Cómo puedo, por lo tanto, hablar de ti, de tu grandeza y tu belleza, de tu fuerza y tu poder, de tus secretos y tus consejos, si todavía ningún hombre te ha visto? Los que desearon verte percibieron tan sólo tu sombra y tu huella, e incluso Moisés, que osó la temeraria audacia de desear verte, vio solamente los contornos de tu forma, o ni siquiera eso siendo tú sin contornos y sin forma. ¿Cómo debo yo hablar contigo y cómo debo forzar la entrada en tu luz? ¿Cómo voy a exigirte a ti el que te presentes y te muestres ante mí, el que dejes caer tu velo? ¿Cómo podemos en realidad nosotros, hombres, hablar de ti cuando no hay en nuestro idioma humano un solo concepto que te represente? Podemos amontonar mil nombres pero todos ellos son sólo palabras insinuantes con las cuales pretendemos camelarte, sorprenderte y engañarte, arrancarte algo de tu secreto. Pero si tú no lo quieres, entonces esos mil nombres con los que intentamos describir tu ser son palabras vacías, y toda nuestra lista con la que deseamos sonsacarte tu secreto es un tosco juego infantil. Ahora te presentas frente a mí, me hablas, envías tus profetas a mi mundo, incluso envías a tu Hijo, para que él me hable de ti; Señor, eso es demasiado excelso para que yo pueda ser digno de ello; pero ahora ya sé algo sobre ti, ahora ya tengo un punto de partida para mi búsqueda, una anticipación de la visión beatífica del cielo. Sí, lo sé, Señor, que también sin tu revelación puede mi intelecto conocer algo sobre ti, pero ¿de qué me aprovecharía a mí saber que tú existes si yo no supiese nada de tu esencia y de tus bondades, si yo no pudiera llamarte Padre? ¿En qué desiertos debería buscarte mi inteligencia si no hubiese venido tu Hijo y no fuese para nosotros el camino hacia el Padre? Porque todo verdadero conocimiento sobre ti se lo debemos agradecer a él. Señor, te agradezco el que tú te compadecieses de mí antes de que yo existiese, y que tú ya me preparases el camino antes de que yo fuese formado en el seno materno.

Pero más aún, todavía ahora cuando tu Hijo me ha contado tantas cosas de ti ¿es que ha cambiado mi situación? ¿Has dejado tú de ser para mí oscuro y misterioso? ¿Acaso tengo una idea de lo que tú eres? ¿En realidad, entiendo yo las palabras que me habla tu Hijo? ¿O acaso estas palabras y revelaciones no han hecho sino aumentar la oscuridad a tu alrededor y profundizar más aún tus misterios? ¡Lo han hecho, Señor! Y, sin embargo, por ello mismo he llegado más cerca de ti. Pues ahora comprendo que no te comprendo, te comprendo mejor que aquellos que hablaban de ti como si fueses su semejante. El conocimiento de tu incognoscibilidad es el más profundo conocimiento sobre ti. Un Dios que no estuviese rodeado de las tempestuosas nubes de los misterios, de inefable oscuridad y de incomprensibles milagros, sería solamente una invención de nuestro propio pensar; un Dios que fuese proporcionado a la fuerza de comprensión de nuestro intelecto humano y no superase inmensamente la capacidad de pensar de la razón humana, sería 'un Dios humano, un superhombre quizás, pero no ese Dios inefable y poderoso ante el cual puedo yo feliz doblar las rodillas. Señor, si eres Dios, debes ser oscuro e incomprensible debes ser increíblemente grande y poderoso si nosotros debemos creer en ti. Señor, te doy gracias porque lo eres.

¿Qué son todos esos conceptos que te atribuimos y con los cuales queremos medirte? ¿Qué son ya los dogmas de los cuales tanto necesitamos para no caer en el error? Ellos no pueden abarcarte. Yo me encuentro frente al contenido de estos dogmas tan inerme como frente a ti; no comprendo lo que significan. Yo los repito, los estudio, los creo, los abrazo, estoy dispuesto, si fuese necesario, a morir por cada letra de esas frases; pero entenderlos como puedo entender por mí mismo un principio matemático, eso no puedo. Y los abrazo solamente porque, al fin y al cabo, son tus palabras.

Pienso que un ciego sabe de la luz y de todo el polícromo mundo de los colores más de lo que nosotros conocemos de tu íntima esencia. Yo le hablo a un ciego del sol que ésta grande y brillante en el cielo, de la luz que proyecta en todas direcciones y que juega con las aguas y las olas en innumerables configuraciones; le cuento a él la brillante magnificencia de una pradera en primavera, el verde intenso y delicado de los bosques, el rojo y el púrpura, las sinfonías de color en las que se sumerge el sol del atardecer y de las que de nuevo se levanta él por la mañana; le describo la cegadora blancura de la nieve y los glaciales y el infinito azul del cielo a su alrededor; intento mostrarle qué es lo rojo y lo azul y lo verde y todos esos millares de variaciones y matices de los colores... Quizás repita mis palabras; pero qué sea propiamente lo rojo y lo verde y lo azul, qué sea el color, eso no lo comprenderá jamás, porque no ha visto nunca un color. Todas esas cosas serán para él palabras vacías, que repite, y bajo las cuales no puede imaginarse nada; no posee ni en lo más lejano una idea de la belleza del sol, del brillo y de la luz de un día de primavera o de las maravillas de colores del maduro otoño. Y cuando ahora, Señor, tu Hijo o uno de tus santos me habla a mí de ti y me dice: «Dios es bueno... fiel... grande... bello... poderoso... infinito... eterno...», podré bien repetir esas palabras, pero, si yo pienso que las comprendo, es decir, que queda claro para mí de qué manera es Dios bueno y grande e infinito y eterno, entonces me engaño; no eres tú lo que yo creo comprender, es, a lo más, una idea de ti que yo me he fabricado y que, sin embargo, difiere infinitamente de ti. Lo que en realidad significan esas expresiones de ti, la riqueza, la ventura, la felicidad que todo ello representa, eso, me temo, lo comprendo tan poco como un ciego comprende algo de los colores, o, en resumidas cuentas, todavía menos... Nuestro conocimiento comienza siempre con los sentidos, parte siempre de las cosas sensibles y no puede nunca ocultar ni en las ideas más puras su origen de lo sensible, limitado y contingente; siempre conserva adherido ese pecado original por mucho que me esfuerce yo por borrarlo. ¿Y cómo puedo yo ahora, Señor, abarcarte en este conocimiento cuando tú no tienes nada que ver con lo sensible, cuando tú eres el infinito y el eterno y el necesario? Tú eres siempre totalmente otro de las demás cosas fuera de ti. Yo puedo siempre hablar de ti en imágenes y comparaciones, siempre te conozco yo por analogía solamente. Sé, Señor, que tú eres el Creador de este mundo, que incluso lleva en sí tus huellas, tu imagen y semejanza, y, sin embargo, nunca consigo conocer tu semblante por esas huellas, porque esta semejanza se inserta en la más profunda desemejanza. ¿Qué son ante ti tus mundos y tus estrellas? Tú eres su autor y su último fin. En realidad existen puentes que van de tus creaturas a ti, pero cuando los paso, aunque percibo un piso seguro debajo de mis pies, sé que tú existes, debo descubrir entonces, de repente, que no tengo ojos para contemplarte, y que, si acaso llegase a poseer tales ojos, me cegaría tu luz hasta que tuviese que cerrarlos, quiéralo yo o no.

Y aunque hay hombres a los que llamamos teólogos, es decir, sabios de Dios —Señor, ¡qué arrogancia en este nombre!— porque, ¿qué saben ellos de ti? Si uno de ellos pensase que ha entendido a Dios, que lo ha penetrado con su mirada, que ha alcanzado una visión en su ser interno y que en cierta manera lo ha captado con su pensamiento, me recordaría a aquel tonto que salió con redes y sacos para coger al sol y encerrarlo en los cofres del ayuntamiento para luego dejarle salir o retenerlo según su voluntad. A ti, Señor, nadie puede atraparte en la red de su pensamiento o de sus ideas, a ti nadie puede encerrarte en los cofres de su entendimiento, para quedarse ante ellos y decir: He entendido a Dios. Tampoco los teólogos lo hacen; son lo suficientemente humildes para saber que tú eres el totalmente distinto, el inabarcable e impenetrable, a quien nosotros sólo conocemos vagamente, «sub quadam confusione» (Sto. Tomás), y siempre resaltan que las ideas que nos hacemos de ti son inexactas, insuficientes y diversas, y que tú habitas en una luz inaccesible. ¿Qué pueden decirme a mí esos sabios de Dios? Pueden decirme lo que éste y aquél dicen sobre ti, pueden dividir en capítulos y versículos la doctrina y revelación de tu Hijo, pueden hablarme durante horas de ti. Conocen cientos de caminos para probarme que tú existes —sé lo agradecidos que debemos estarles por ello, y que no habría ninguna ciencia necesaria si se pudiese prescindir de la necesidad— pero el secreto interno de tu vida no te lo pueden arrancar; de tu verdadera grandeza y belleza tienen una imagen tan insuficiente como, la de cualquier anciana abuelita que en cualquier parte, en un rincón de la iglesia, saca su rosario y comienza: Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra... O al fin y al cabo, ¿acaso sepa más la abuelita? Y pese a todo ello yo debo hablar de ti y sobre ti, Señor, no puedo otra cosa; no puedo saciar mi hambre en los otros millares de cosas que se nos enseñan en las escuelas, no me dicen nada, están huecas y vacías si no me cuentan nada de ti; yo llevo en mí una inexpresable nostalgia hacia ti, debo encaminarme a ti, debo preocuparme por ti como una aguja imantada se inclina hacia el polo, aun cuando por eso el polo no se acerque ni un solo paso más, aun cuando el polo permanezca a igual distancia. Pero cuando yo te busco como un imán se dirige al polo, ¿no te acercas tú más a mí? No es como si fuese mi búsqueda lo que disminuye la distancia, sino tu gracia, Señor, tu venir al encuentro puede construir puentes y levantar velos. Y lo haces porque no puedes permanecer sordo frente a mis oraciones e inquietudes.

Pero enséñame que siempre vaya a ti como un humilde buscador que sabe que solamente podrá ver de tu grandeza y majestad lo que tú quieras dejarle ver y conocer. Y por lo demás debes tú enviar a este buscador los ojos con los cuales debe verte. Sé que nunca podré exigir altivamente la Verdad sobre ti; sé que nunca soy el juez de instrucción que se presenta ante ti como ante un acusado sospechoso a quien le exige su carnet de identidad. Yo sé que los presupuestos del conocimiento de Dios son totalmente distintos de los presupuestos de cualquier otra ciencia. Tú no descubres tus secretos al microscopio o al telescopio, sino a las humildes llamadas de manos suplicantes. Nunca te encuentro yo a ti como un investigador crítico y, como dicen, sin presupuestos, sino siempre como un hombre que suplica y reza. Yo sólo debo suplicar humildemente y te debo dar gracias, si puedo percibir tus sombras.

Señor, ¡déjame conocerte!

 

TU NOMBRE

Un nombre no es una palabra como otra cualquiera, ni mucho menos un número de catálogo que coloca una cosa o una persona en relación con otras. En el nombre de un ser humano se abren perspectivas a los niveles más profundos de ese hombre. Toda su grandeza o su pequeñez, su manera de ser, su alma, su amor, todo se encuentra en su nombre. Cuando oigo su nombre surge ante mí todo el hombre. En realidad se abren por primera vez las cámaras de un nombre, cuando la persona que es designada por él se me ha descubierto con anterioridad. En realidad hay también nombres que no dicen nada, pero sólo cuando el hombre por él nombrado carece de significación. Cuando a mí uno me dice su nombre, aunque sea sólo protocolariamente, se me acerca, descubre un secreto ante mí, retira un velo, se introduce en mi círculo, e incluso, aunque surjan oposiciones o aparezcan desacuerdos entre nosotros, nunca volverá a ser entre nosotros como antes, cuando todavía no conocía su nombre, como si esa persona no existiese para mí. Me pertenece. Yo ya no puedo pensar en él o pasar a su lado como si no le conociese. Cuando un hombre es para mí un número, un desconocido, puedo olvidarlo, puedo sumergirlo en el anonimato, pero después de que me ha dicho su nombre, existe entre nosotros un secreto que nos une.

¿Puedo yo ahora, oh Dios, preguntarte por tu nombre? ¿Es que tiene sentido darte un nombre a ti, grandeza sin nombre? ¿Posees tú en verdad un nombre con el cual te llamas a ti mismo? ¿Uno con el cual tú te expresas a ti mismo, en cuyo interior se concentra toda tu esencia, y eso cuando nada puede abarcarte y expresarte, cuando nadie puede concebirte y pensarte hasta el fin, cuando nosotros siempre sólo empezamos a pensar en ti, cuando nosotros siempre nos detenemos en el inicio de la investigación de tu ser aun cuando tuviésemos ya tras nosotros una eternidad de reflexión sobre ti? ¿Qué palabra humana podría expresarte y ser un valioso símbolo tuyo? La misión fundamental de un hombre es distinguir una cosa, un ser humano, de todos los demás, para que no los confundamos cuando queremos hablar de ellos. A las cosas que son únicas y no se pueden repetir no las designamos nosotros con nombres; a nadie se le ocurre dar un nombre al conjunto del universo. ¿Pero necesitas tú un nombre con el que te distingamos nostros de las otras cosas, tú sólo y único Dios? ¿Quién podría confundirte a ti, que estás separado de todas las otras cosas por tu infinitud, a ti, totalmente distinto de lo que todos nosotros somos? Y aun cuando tú también tuvieses un nombre, con el cual te nombraras a ti mismo, un nombre en tu idioma (él no podría ser sacado de las pobres lenguas humanas), aun cuando tuvieses un nombre con el cual continuamente te expresaras en la bienaventuranza sobre tu propia plenitud —pues tú no puedes encontrar otra cosa que merezca la pena de ser expresada— aun cuando tuvieses un nombre que os lo susurraseis mutuamente, vosotros, la Trinidad, ¿estaría yo autorizado a penetrar en tu secreto y a preguntarte: cómo te llamas? Sí, uno de nosotros se atrevió a hacerlo, a preguntártelo, uno que se despojó de los zapatos para esta pregunta, que tembloroso se arrodilló delante de la zarza ardiente y no se atrevió a mirar a tu fuego; uno tuvo valor para preguntarte: ¿Cómo te llamas? Quizás él no sabía en aquel momento qué cosa tan impresionante preguntaba —probablemente no se hubiese atrevido—, quizás esperaba solamente el nombre de uno de tus ángeles o el nombre de uno de los fantasmas que el hombre se imagina. Y además no lo preguntaba él por curiosidad, para sí mismo, él quería saber tu nombre sólo para dar una respuesta cuando se le preguntase más tarde; solamente como testimonio ante el pueblo cuyo caudillo debía ser según tu llamada. Sí, es maravilloso que Moisés preguntase así, más maravilloso todavía que tú le respondieses, pero lo más maravilloso de todo es tu misma respuesta, es tu nombre. Sé que los antiguos judíos no se atrevían a pronunciar este nombre y que, si lo encontraban escrito en alguna parte, decían únicamente en su sustitución: el Señor. Pero yo me atrevo a decirlo:

YAVE

Yavé —¡el «Ser»!— «¡el que es!» ¿Es éste tu nombre? ¿Es éste el nombre que te atribuiste a ti mismo una vez? ¿El Ser? Pero si el nombre expresa algo inmediato y diferenciante, ¿no surge la pregunta: No soy yo, el hombre, también un ser, un Yavé? Pero ese es ciertamente tu nombre y expresa lo que a ti te separa y diferencia de los demás, lo que sólo tú tienes y eres y ningún otro fuera de ti. En comparación con tu ser somos todos nosotros, por lo tanto, nada. Todos nosotros juntos somos una nada ante ti.

Para cuando yo digo de una cosa que está ahí, ya ha desaparecido de nuevo. Así surgen las cosas del mar de la nada, permanecen un momento ante mí, y todo su ser es un ser mantenido dentro de la nada, es un temor a volver a sumergirse en la nada, y apenas me descuido están de nuevo allí y nosotros, hombres, con ellas. Ya no me atrevo más a decir esto o aquello es... porque apenas lo he dicho ya han vuelto a desaparecer. Las cosas son sólo espejismos, sombras, formas de un caleidoscopio. Y aquél de quien son sombras, imágenes y símbolos, ése eres tú, el Ser, Señor. Si yo ahora digo de ti que tú eres y tienes el ser, no debo yo decir en el mismo momento que también yo soy y que el mundo tiene el ser. Un abismo separa mi ser del tuyo. Tú eres el ser, y yo lo poseo sólo como un regalo de fuera, como algo que es muy problemático y quebradizo. Yo tengo el ser sólo en una pequeña parte, sólo una astilla, tú por el contrario eres el ser y dondequiera que haya un ser te pertenece, está en ti. ¿Borro yo ahora las fronteras entre tú y yo? Porque ¿no soy yo, en cuanto soy, en ti, y no solamente en ti, sino tú? Señor, qué conversación tan presuntuosa estoy manteniendo cuando un abismo me separa de tu ser. ¡Pero la diferencia entre mi ser y el tuyo no se fundamenta en que yo tenga o sea algo que tú no tienes o eres (prescindiendo de mis pecados y de mi imperfección que esencialmente es una nada) sino porque tú tienes y eres algo que yo no tengo y soy! Y en lo que tú me aventajas es en la total plenitud del ser. No sólo los pueblos paganos, sino todos nosotros, incluso los más encumbrados coros angélicos, «todos los pueblos son delante de él como nada, son ante él nada y vanidad» (Is 40, 17) ¡Y tú solo ERES!

Señor, hay algo maravilloso en el ser. Sólo un hombre insensato puede encontrar natural el que él sea y el que, a su alrededor, las cosas sean; o, a lo más, un niño ingenuo puede considerar esto como un hecho y no verlo digno de conversación y admiración, el que existe algo y no nada, el que se hallan ahí cosas, y qué cosas tan maravillosas. ¡No me maravillo yo por encima de toda medida, cuando en una hora tranquila mi ser viene a mi pensamiento, cuando mi espíritu no vaga por fuera, se encuentra cómodamente en mí y dice: Yo soy! ¡Maravillosa maravilla el que yo sea! Sí, Señor, debo maravillarme indeciblemente sobre las maravillas del ser creado, sobre el brillo de tus montañas, la infinitud de los mares, la profundidad de sus aguas, y todavía más sobre la profundidad y lo enigmático del alma humana. Yo no sé dónde se encuentran las raíces de este ser multiforme y cómo pueden ser solucionados sus enigmas. Es verdad que tú eres el ser y que nuestro ser es sólo tu sombra, tu ligero reflejo, una insignificante imitación imperfecta de tu grandeza. Hubo un tiempo (y qué tiempo tan largo) en el que yo no existía, y vendrá un tiempo en el que yo no estaré en esta tierra, y entre ellos hay colgados un par de instantes en los cuales existo y a los cuales llamo mi existencia y mi vida; y se necesita muy poco para concluir ese par de instantes. ¡Qué problemático, fragmentario y dudoso es mi ser! Es sólo un trocito, una migaja de ser, y cuando esta migaja se pierde, nadie la echa de menos. ¡Pero tú eres el ser! No pudo haber ningún tiempo en el cual tú no existieses, porque de ninguna manera ni en ningún sitio podría darse un ser si no hubiese estado siempre allí el ser. Tú (y tampoco el mundo) no puedes haber llegado a ser desde un universal no ser y haber surgido de un abismo de la nada. Tú eres el ser, fundado en ti, independiente de cualquier otro. El ser, eso eres tú, el Yavé. Señor, yo discurro y sutilizo acerca de tu nombre, pero sé que todos nuestros pensadores, tras un difícil trabajo de siglos, no saben decir nada mejor sobre ti que lo que oyó aquel pastor de un rebaño de cabras desde la zarza ardiente: el que es. El ser en sí por esencia. Y quizá no hubiesen descubierto eso nuestros pensadores si no se lo hubieses dicho tú antes.

Leo en uno de tus sabios: «En mi juventud se me enseñó que Dios tiene mil nombres y que nosotros tenemos un pequeño cuadernito en el que se encuentran esos mil nombres de Dios. Pero si Dios tiene tantos nombres, y, como creemos, tantos cuantas creaturas existen, entonces se puede decir con igual razón: ¡Dios no tiene nombre!» Señor, tú no sólo tienes mil nombres, y no sólo tantos cuantas creaturas hay si yo no entiendo por nombre más que un apelativo y una propiedad; sino que también careces de nombre a la manera como cualquier creatura tiene un nombre. Cuán agradecido debo estarte ahora porque tú me has revelado un nombre tuyo que me permite una mirada en tu profundidad y en tus misterios.

¡Tú, gran Dios innominado, y tú, gran innominado!

¡Tú, el que es!

 

 


TÚ ERES ATERRADORAMENTE GRANDE

¡Qué han hecho los hombres de ti, Señor! Todo habla de ti, nosotros llevamos tu nombre mil veces al día a la boca (y debemos hacerlo, porque tú eres nuestro gran anhelo y nuestra única dicha), nosotros nos tomamos la molestia de susurrarle o inculcarle o enseñarle algo sobre ti ya a un niño pequeño. Pero justamente este mucho hablar de ti (y no pienso ahora en las criminales conversaciones de aquéllos que no te conocen y te desfiguran) parece como que socava y aploma nuestra representación sobre ti. Se acostumbra uno al sonido de la palabra Dios como a una cosa corriente, se tiene bastante con una palabra tras la cual no ay ya ninguna realidad, o por lo menos ninguna que parezca semejante a ti.

¡Qué han hecho los hombres de ti! Incluso en la vida de un hombre aparentemente bueno y piadoso eres tú la cenicienta, que sólo recibe de los días y las horas los desperdicios de cosas «más importantes» (¿qué podría ser más importante que tú?), de la profesión y del estudio, de las diversiones y entretenimientos. Y el pensar en ti, el preocuparnos por ti, y especialmente la última orientación de nuestro ser hacia ti, eso se aplaza hasta que se tenga un buen rato ocioso... O es que no hay hombres que sólo ven en ti a un tío anciano y bondadoso a quien, de cuando en cuando, se le rinden respetos y se le dicen un par de cumplidos superficiales, y a quien por eso algún día se le heredará. Al fin de cuentas sería una historia verdaderamente lamentable el que este tío rico y bondadoso le desheredara a uno. ¡Qué han hecho de ti los hombres! O qué hizo contigo ese blasfemo de Heine, que en su última hora dijo: «Dieu me pardonnera, car c'est son métier»— «¡Dios me perdonará porque ese es su oficio!» ¡Qué ojos abriría al llegar a la otra parte y ver que tú tienes también oficios totalmente distintos! ¿Pero, no ha hecho escuela ese blasfemo? ¿No vemos nosotros, muchas veces, en ti algo así como un compañero de rango superior, que a veces se pone razonable y cierra un ojo, con el cual llegamos al tuteo? Sí, Señor, te decimos tú a ti, pero lo decimos con el corazón y los labios temblorosos y con el convencimiento de que decimos algo tremendo cuando rezamos: «Padre nuestro, (tú) que estás...»

Qué han hecho los hombres de ti, y tú, tú te callas... o quizás te ríes. Pero si eso fuese una risa burlona...

Qué cuadro tan distinto nos presenta de ti la Sagrada Escritura, un cuadro tan sublime y aterrorizador que yo ante tu grandeza y tu poder me espanto totalmente. «En medio de ti está el Señor, tu Dios, grande y terrible» (Dt 7, 21); «Dios es altísimo y terrible» (Sal 46, 3); «Su nombre es santo y terrible» (Sal 110, 9); «Tened siempre ante vuestros ojos el temor de Dios» (Ex 20, 20); «Los terrores de Dios combaten contra mí» dice Job (6, 4); «Derrámanse sobre mí tus furores y me oprimen tus espantos, continuamente me invaden como aguas, y todas a una me sumergen» (Sal 87, 1718). Señor, ¿eres tú verdaderamente ese de quien habla la Escritura? ¿Y pese a eso se me ha dicho que debo amarte y que tú por tu parte me amas? Pero ¿cómo puede aterrorizar un amante?

Pero quizás me he equivocado cuando no veo en ti otra cosa que un amante. Y pienso que nuestra piedad contemporánea te ha empequeñecido mucho. Odio los cuadros en los cuales se te representa tan bonito y tan sencillo; me dice mi instinto que algo importante de tu imagen ha sido retocado y se le ha hecho desaparecer. No, tú no eres un Dios lindo para uso casero; tú eres en primer lugar el tremendamente grande y poderoso señor del mundo y mi existencia. Rudolf Otto, en su libro «Lo santo», intentó describir la experiencia de Dios y resaltó como elemento fundamental de esta experiencia divina el sentimiento de lo «tremendum» y «fascinosum». Quizás cayó en una equivocación, quizás creyó que eran sólo elementos subjetivos, pero en realidad se oculta una verdad tras ello. Tú, Señor, eres para mí verdaderamente «tremendum» y «fascinosum». Quizás deba yo resaltar especialmente lo «tremendum» en ti; tu incalculable grandeza y majestad, tus secretos y misterios, tu ser totalmente distinto, que me espanta. El primer sentimiento que produces en mí debe ser siempre el temor reverencial, el espantarme de tu excelsitud, que me oprime y me arroja al suelo. Yo debo comenzar cada oración con las palabras de Abraham: «Señor, no te enfades si me atrevo a hablar contigo, ya que soy sólo polvo y cenizas.» Si yo pensase que tú eres solamente amor, habría caído quizás en la misma equivocación de los paganos que sólo ven en ti lo terrible y lo espantoso.

Pero en primer lugar, antes de todo el amor, debo tener conocimiento de tus temores y de tus secretos, a fin de que mi amor hacia ti no se reduzca a algo vulgar, débil y raído. La Escritura lo resalta: «El principio de la sabiduría es el temor de Dios.» Lo que puesto en lenguaje moderno sonaría así: La raíz y el fundamento de toda religiosidad y piedad legítimas y de un verdadero sentimiento de Dios es el sentirse aterrorizado por la absoluta superioridad divina, es el intuir sus indescifrables misterios, es el espanto ante sus secretos. Sí, Señor, tú eres espantoso. Probablemente no se trate de un temor cobarde y servil que mata al amor, sino de un temor que en primer lugar fundamenta radicalmente el amor. Incluso, nunca llegaría yo a saber estimar la contemplación de tu amor si antes no hubiese yo experimentado la visión del temor ante tu majestad. No es nada especial el que, cuando un hombre se inclina hacia mí con amor, eso me satisfaga; pero constituye una felicidad indescriptible el que quien se me acerque con amor sea el mismo ante quien el Sinaí tembló y se conmovió hasta sus más profundas entrañas y echó fuego y se atemorizó bajo los rayos y los truenos que envolvían entre llamas al Señor en sus alturas; el que a mí me susurre una dulce palabra de amor, aquél ante quien los ángeles se arrodillan y tiemblan; aquél que ante mí se inclina... Señor, ¡enséñame esta felicidad inexpresable!

Tú eres las dos cosas, el atemorizador y el consolador, «tremendum» y «fascinosum», aunque en realidad haya otros mil matices en ti, pero estos dos dominan cuando la luz tuya se descompone en mi prisma, y todas las otras impresiones pueden reducirse a estas dos. Dos fuerzas que determinan mi relación hacia ti se encuentran ahí en acción, una centrífuga y otra centrípeta. Una fuerza que me oprime y me derriba; pero al mismo tiempo me abraza el brazo de tu amor y me incorpora en tu feliz abrazo. Me haces percibir claramente la gran pobreza y pequeñez de mi ser en cuanto que me enseñas tu total infinidad y tu inexpresable grandeza, y entonces lleno de santo temor desearía yo ocultarme de ti, esconderme ante ti como lo hizo Adán, y quisiera también decirte, como Pedro, que había sentido el temor de tu gigantesco poder: Señor, apártate de mí que soy un hombre pecador —pero entonces de nuevo me impulsa también la atracción de tu amor hacia mí. ¿Dónde podría yo huir? ¿Dónde podría irme? Así soy como un planeta que, en eterna felicidad, debe girar a tu alrededor.

Tú eres las dos cosas, «tremendum» y «fascinosum»; así tú eres el mar lleno de insondables profundidades y temores, lleno de misterios y secretos, y pese a ello, ese mar encantador a quien no se abandona nunca más y no se puede olvidar una vez que se le ha visto. Tú eres para nosotros como un volcán lejano, lleno de fuego y de espantos, lleno de energías aterradoras rodeado por la intranquilidad de las tempestades y de los rayos y sin embargo en la oscuridad del atardecer nos alegramos en su brillo y en sus luces. Tú eres como una elevada montaña que, brillante y seductora, se alza sobre nuestros verdes valles y nos encanta y maravilla con sus nieves y glaciares, pero de la cual también conocemos que en sus cumbres acechan tremendas oscuridades y enormes peligros y que defiende sus secretos de una manera indescriptible. ¡Ay del insensato que se atreva a intentar penetrar en esos secretos, sin creer en esos peligros y temores, sin haber sido escogido y llamado para semejante empresa!

No, Señor, tú no eres ningún Dios burgués y comodón, ningún señor jovial, ningún ayudante de reserva; tú eres el implacable y temible, nuestro destino, nuestra prosperidad y nuestra ruina, a cuya merced estamos y a quien nunca debemos acercarnos sin desatarnos los zapatos de nuestros pies. ¿Y no promete ciertamente la Escritura a quien reza impresionado por profunda reverencia, a quien está bajo la impresión de tu «tremendum», una anticipación de la totalmente consoladora plenitud de tu amor?: «Qué grande es la misericordia que guardas para los que te temen» (Sal 30, 20).

Tú eres el que atemoriza, no como si tú te alegrases en nuestro temor y nuestro miedo; para ti no se trata de eso; nuestro temor no debe ser un temor a tu cólera y a tu infierno, un miedo servil y de esclavo, sino en primer lugar un asustarnos de tu grandeza. Yo me atemorizo ante 'realidades de este mundo; me asusto cuando una creatura poderosa, algo inesperado, algo imprevisto, se me opone. Pero tu grandeza es todavía mucho más inesperada, incalculable, asombrosa, oscura y misteriosa que todo lo que me asusta y sobrepone en tus creaturas hasta cortarme la respiración. Me espanto cuando durante la noche voy andando y sospecho que hay alguien que me está acechando, alguien a quien no conozco, o también cuando ocurren cosas a mi alrededor cuyo significado desconozco, aunque sólo sea el más ligero murmullo, la sombra más insignificante, y mi fantasía construye con ellos los más tremendos fantasmas. Pero ¿en la oscuridad de mi vida no eres tú todavía más impresionante, más misterioso, más oscuro? Porque no tenemos ninguna explicación sobre ti. Nunca llegaremos a ser sabios sobre ti. Eres para nosotros todavía mucho más intranquilizador, casi me atrevería a decir: ¡el intranquilizador! ¡Cómo podrías ser tú familiar para nosotros, pienso yo, tú que eres totalmente distinto, tú el desconocido, tú el Dios misterioso! ¡Nosotros desconocemos totalmente cómo eres tú, y tú eres; dónde estás, y tú estás ahí, aquí, en nosotros mismos! A veces incluso me asustan los hombres. Cualquier hombre diabólico que usa la fuerza. Cualquiera que se esconde detrás de todos los temores, detrás de un «tremendum» de este mundo, detrás de soldados y de fuerzas, detrás de magnificencias y de cárceles. Cualquiera de los que dominan. Y yo sé sin embargo que detrás de todos estos temores hay solamente un hombre, uno nacido de una madre y que un día se hundirá en un ataúd. Y si se consiguiera romper la cadena de temores artificiales, desaparecería el temor y yo debería quizás tener compasión de ese pobre hombre. Pero tus temores yo no podré nunca romperlos. Tú no tienes ningún confidente. Nunca podría yo tener compasión de ti. Tú no necesitas envolverte en temores artificiales, porque, justamente cuando me acerque a ti, entonces deberé asustarme, aterrorizarme al máximo incluso debería morir ante tu presencia.

Señor, quiero pensar en esta tremenda grandeza, incluso aunque tú te ocultes de mí, incluso aunque te ocultes tras tus creaturas, tras brillantes primaveras y luminosos otoños, incluso cuando tú te escondes tras una apariencia humana y unos sufrimientos de hombre en nuestro Señor Jesucristo, incluso cuando te escondes tras una partícula de pan. Qué molestias te tomas, Señor, para ocultarnos tus temores divinos a nosotros los hombres, a fin de que no nos debamos asustar demasiado de ti.

Así me acerco yo a ti, oh Señor, tú «latens Deitas», tú divinidad oculta; ¿pero no es esto ahora una paradoja? ¿Cómo acontece, y cómo es posible que Dios se oculte de mí? ¿No eres tú demasiado grande, demasiado gigantesco para poderte esconder? Y aunque te ocultes— ¡sin embargo sé muy bien que no eres ningún Dios calzonazos! Te presentas ante mí como quien irresistiblemente exige cuentas y sé que no puedo recusarte. Estás sobre mí como una pesada nube tormentosa: de ti pueden llover bendiciones, pero también maldiciones, y tu rayo puede destrozarme para una eternidad. ¡Tú me quieres total y absolutamente! Sé que, si hay algún fanatismo justificado, es el fanatismo de mi entrega a ti; no existe ningún otro fanatismo justificado, aunque haya hombres insensatos que exigen siempre el fanatismo para cualquier bien terrestre. Tú solo, Señor, puedes disponer de mí sin límites, tú solo puedes exigirme una entrega total, tú puedes exigirme que arroje todos mis apoyos, que vaya hacia ti pobre y solo, tú mi único apoyo y tesoro por toda la eternidad.

Pero no quiero olvidarme otra cosa sobre todo temor: Quien no viese en ti sino tus temores y tu grandeza, no tendría al Dios de los cristianos. El servicio a Dios de los cristianos no consiste en que el hombre esté eternamente trémulo y tembloroso ante ti. ¡El Dios que tu Hijo nos ha enseñado es en primer lugar Padre, en segundo lugar Padre, y en tercer lugar, otra vez, Padre! No quiero quitar ni una letra a la palabra de tu apóstol: «Dios es amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él.» Pero para comprenderlo, debo colocar este amor ante el telón de fondo de tu aterradora grandeza. Debo pensar en tus tormentas y tempestades si quiero estimar el que tú me has enviado tu Hijo para volver a recibirme en tus brazos paternales. Y aunque hoy no esté ya la columna de fuego sobre nuestra arca de la alianza, brillante por las noches como un volcán, de la que salían rayos contra los sacrílegos, aunque sólo brille una pequeña llamecita y aunque sólo a veces se levante una temblorosa nube de incienso, pese a ello debo arrodillarme y confesar: «Adoro te devote, latens Deitas» —«Te adoro devotamente, divinidad oculta.»

 

 

 


TÚ ERES EL AMOR

Sé muy bien que eres tremendo y espantoso, pero, Señor, no puedo únicamente temerte. Incluso no eres temible para mí. El temor a ti es solamente el principio de la sabiduría, no su camino, ni su meta, ni su ser, ni su altura y profundidad; todo lo más, tan sólo un tranquilo compañero o un indicador hacia ti. Si yo viese en ti lo tremendo, espantoso, incomparable, impresionante, y nada más, entonces sería yo un pagano, uno de esos desgraciados que solamente tiemblan ante sus fetiches; no podría yo entonces permanecer junto a ti; debe...

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