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MUNDO GLOBAL, ÉTICA GLOBAL



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¿EL CIELO PUEDE ESPERAR?



 

Joaquín Menacho Solá-Morales

 

http://www.fespinal.com/espinal/llib/es119.rtf

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I. EL CIELO NO PUEDE ESPERAR   

1. Atreverse a reabrir una antigua pregunta             

2. “Dime qué Cielo esperas, y te diré qué tierra construyes”

 

II. EL CIELO NO HA ESPERADO 

1. El Reino que Jesús anunció

2. “El Reino de los Cielos ya ha llegado”

3. La tierra transfigurada

 

III. EL CIELO HA DE ESPERAR

1. “El Reino de los Cielos es como una semilla”

2. “Ni ojo vio, ni oído oyó

3. Trigo y cizaña

 

IV. EN EL CORAZÓN DEL CIELO

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La ignorancia es muy osada. Por eso me atrevo a hablar del Cielo, de lo que quizás pueda ser la vida en la plenitud del Reino de Dios, más allá de nuestra historia, del espacio y del tiempo en el que vivimos nuestra vida biológica. Y de lo que este Cielo tiene que ver con nuestra tierra.

No pretendo más que comunicar mis reflexiones y las imágenes que a mí me sirven para pensar y gozar de este Cielo. Espero modestamente que puedan ser útiles también a otros.

En este caso es doblemente válido aquello de que, en todo lo que podemos decir sobre Dios, es más la diferencia con la realidad que la semejanza con ella. Pero pienso que, aun a través de imágenes y palabras, que son inevitablemente miopes y ambiguas, se puede comunicar también la esperanza, el gozo y la ilusión de aquello que la fe nos hace sentir como una Promesa.

 


I. EL CIELO NO PUEDE ESPERAR

 

 

En un mundo como el nuestro, que vive tan “pegado al terreno”, tan interesado por aquello que nos puede reportar beneficios palpables, por no decir “contantes y sonantes”, parece que hablar de algo como “el Cielo” sea poco menos que impertinente. Quizás el tema nos resulta poco interesante; quizás nos hace esbozar una bienintencionada sonrisa de compasión... Pero quizás este tema nos sitúa directamente frente a preguntas que hemos dejado de hacernos y que sería interesante y beneficioso plantearse nuevamente, aun sabiendo que no obtendremos respuestas “claras y distintas”.

 

 

1. Atreverse a reabrir una antigua pregunta

 

Preguntarse por “el Cielo” es preguntarse por el sentido y el destino último de todo esto que conocemos: de nosotros mismos, de nuestros seres más queridos, del planeta que decimos amar cuando hablamos de ecología, de esta humanidad por la que nos preocupamos cuando nos dolemos o nos airamos ante la guerra o la injusticia. Todo lo que amamos, cada hombre o mujer que ocupa un lugar en nuestro corazón y en nuestras preocupaciones, es un buen motivo para volver a preguntarse acerca de aquello que hemos llamado “el Cielo”. Aunque hay que reconocer que el tema es bien difícil. Ya la misma expresión (“el Cielo”) nos remite al lenguaje infantil, como anunciando que nos enfrentamos a cuestiones que se han resistido siempre a la mirada “adulta” de la Modernidad. Pero tal vez sea ésta una adultez un tanto falsa, postiza, “de baratillo”: una pseudo-­a­dul­tez, que para evitar las ilusiones ha renunciado a la ilusión, que para poder explicar las cosas ha negado el misterio en lugar de aprender a contemplar el misterio de las cosas, cara a cara, sin temor, aunque esto suponga aceptar que no tenemos explicación para muchas cuestiones, quizás precisamente para las más importantes.

 

“Hay quien mata al padre” -me comentaba un amigo a propósito de una tercera persona poco dada a la sonrisa y la ilusión- “pero es que hay gente que mata al niño”. Sí, quizás hemos “matado al niño” que hay en nuestro interior, a fuerza de “eficiencia” y de “realismo” mal entendido. Quizás, adormecidos por mil preocupaciones cotidianas, o agobiados por los acuciantes problemas de nuestro mundo, hemos olvidado dejar un lugar en nuestra vida para los sueños, para la esperanza, para la ternura. Y quizás no acabamos de percibir que eso va secando nuestra vitalidad, nuestra creatividad, nuestra capacidad de ser felices y de gozar profundamente de la vida, más allá de las satisfacciones más primarias y de consumo al uso.

 

Quizás nos conviene despertar de nuevo al niño que llevamos dentro y dejarle mirar nuestro mundo y nuestros seres queridos para recuperar ese brillo de ilusión que se refleja en sus ojos.

 

No se trata, claro, de dejarse embobar por la promesa de un caramelo, pero sí de rescatar lo más vivo y despierto que hay en nosotros. Rescatar una mirada que espera mucho de la vida, del mundo y de los demás; y que espera mucho para la vida, para el mundo y para los demás. Una mirada que mantiene viva una llama de curiosidad, de pregunta, de deseo...

 

Este es el lugar desde el que comenzar el camino de preguntarse por el Cielo, por el destino último de las cosas y las personas. Porque se trata de despertar como de un letargo, de una pereza y un abotargamiento. Saciados hasta la saturación por todo aquello que podemos consumir, estamos abotargados. Desanimados por los fracasos en la lucha por una humanidad más justa y fraterna, estamos perezosos. Dormidos nuestros ideales por canciones de impotencia que han susurrado en nues­tros oídos, estamos aletargados. Por eso no son, los nuestros, tiempos de utopías, sino de conformismo; no son tiempos de rebeldía, sino de resignación.

 

En nuestros días algunos pensadores han proclamado “el fin de la Historia”, como anteriormente otros proclamaron “la muerte de Dios”. Y así nos va. Porque el que deja de soñar con su meta, acaba por dejar de caminar. Y el que no camina, no llega a ninguna parte. Por todo esto, creo que es importante volver a hablar del Cielo, una vez más. Por esto creo que “el Cielo no puede esperar”.

 

Es verdad que las imágenes del Cielo “al uso” no son demasiado estimulantes: esos campos de nubecillas donde se pasea la gente vestida con una túnica blanca entre angelitos barrocos no parece que puedan aportar demasiado a nuestra vida. Y, sin embargo, una persona tan seria (en el sentido más noble y menos aburrido de la palabra) como Jesús de Nazaret, dedicó su predicación y su vida (hasta el punto de perderla en el intento) al anuncio del Reino de Dios, que es lo que luego hemos llamado nosotros, con una expresión mucho más pobre, “el Cielo”.

 

Pues bien, en estas páginas intentaremos confrontar nuestra imagen  “del Cielo” con lo que Jesús anunció. Tal vez de esta confrontación surja para nosotros alguna luz nueva con la que enfocar estos asuntos. Y tal vez, así, descubramos que esto del “Sentido Último”, “el Cielo”, o mejor, de ahora en adelante, el “Reino de Dios”, tiene un relieve, una profundidad y una capacidad de atracción y de estímulo incomparablemente mayor que esas imágenes acarameladas y “holly­woodienses” que, con razón, rechazamos como infantilismos. Quizás, al fin y al cabo, descubramos que vale la pena creer.

 

 

2. “Dime qué Cielo esperas, y te diré qué Tierra construyes

 

Pienso que el hombre es un ser que vive atravesado por una sed de felicidad virtualmente infinita. Una sed tal vez negada, tal vez disimulada bajo disfraces más o menos elaborados. Somos seres abiertos, no cerrados; proyectados hacia fuera de nosotros mismos, no circulares; tendidos hacia el futuro por el deseo. Vivir es caminar. Y caminamos atraídos por el bien, la belleza, la verdad. Podemos ponerle mil nombres, y ninguno acabará de satisfacernos del todo. Pero en cualquier caso, el hombre es un ser que camina para alcanzar un Horizonte. Salvo que, cansado o desesperanzado, se sien­te junto al camino a “dejar pasar el tiempo”, a “matar el tiempo”, a esperar la muerte.

 

No hay hombre realmente vivo sin un horizonte hacia el que caminar. Este horizonte adopta muy diferentes formas y nombres, sin duda. Para el pobre será la dignidad y la justicia, para el hambriento será el pan, para el atormentado será la paz de espíritu, para el enamorado será la mujer amada, para el preso será la libertad, para el aburrido será la ilusión. De forma similar sucede con la Humanidad en su conjunto. Aspiramos a vivir en un mundo donde haya paz, justicia, fraternidad. Nos horrorizamos ante la guerra, la crueldad, la injusticia. Por eso, incansablemente, la sociedad intenta buscar solución a sus problemas: el paro, el terrorismo, la pobreza, etc. Igualmente, a escala global, nos esforzamos por reducir la pobreza del Tercer Mundo, o acabar con las guerras, o disolver los fundamentalismos religiosos. Sí, nos gustaría vivir en un mundo en paz y armonía, como nos gustaría que la paz y la armonía reinasen en nuestra familia, o dentro de nosotros mismos.

 

Y todo caminante sabe que, a medida que se anda el camino, el horizonte se retira para dibujar un nuevo horizonte, más allá. Así sucede también con nuestros deseos y aspiraciones. Cuando un problema ha sido solventado, surge otro motivo de inquietud u otra aspiración mayor, más allá de lo ya conseguido. El horizonte se retira. Una cancioncilla de Joan Manuel Serrat lo recuerda, con su estilo tierno y socarrón:

 

«Puse rumbo al horizonte
y por nada me detuve,
ansioso por llegar
donde las olas salpican las nubes...
Y cuanto más voy p’allá
más lejos queda,
cuanto más deprisa voy
más lejos se va».

Cuando se abolió la esclavitud, surgió el proletariado. Cuando se cons­tituyeron los sistemas de seguridad social en los países occidentales, se vio la necesidad de crear subsidios de desempleo y, luego, “salarios mínimos” sociales. Cada logro nos enfrenta a nuevos retos, a nuevas necesidades. Todo sucede como si estos horizontes fuesen reflejos, concreciones de un Horizonte último deseado desde lo más hondo de nuestro corazón. Deseamos, en el fondo, la felicidad, la armonía, la paz... Deseamos, pues, alcanzar el Horizonte y quedarnos a vivir en él.

 

Cada cultura, cada religión, ha formulado a su modo esta relación del hombre con su Horizonte último. Se le ha llamado “Utopía”, o “Paraíso”, o “estado socialista”, o “Super-­hombre”. Se le ha llamado “Solidaridad”, o “Libertad-Igualdad-Fra­ternidad”, o “nirvana”. Jesús le llamó “Reino (reinado) de Dios”, tomando una expresión de su propia tradición religiosa judía. Son mil nombres que responden a una misma sed, a un mismo deseo, a una mis­ma aspiración.

 

Ahora bien, aunque responden a una misma realidad íntima del ser humano, no son, sin más, equivalentes, al menos en principio. Cada una de estas ideas (u otras que podríamos añadir a la lista) no son solamente una designación distinta de una misma realidad; no se trata sólo de una cuestión de nombre. Detrás de ellas hay también diferentes maneras de entender la relación entre el ser humano y su Horizonte último. Y estas diferencias son mucho más significativas de lo que se podría pensar en una primera aproximación superficial. Porque si el hombre es un ser que camina hacia su Horizonte, el tipo de relación que establece con ese Horizonte marca profundamente su forma de caminar.

 

Por poner un ejemplo, tristemente actual, el arrojo ciego de los terroristas suicidas del extremismo islamita se apoya en la convicción de que eso les llevará a un paraíso de felicidad, donde serán recibidos como héroes. Es una forma concreta de relacionarse con el Horizonte último. Para ellos, quizás simplificando un poco, el Horizonte es un lugar o situación de la persona en la que se goza del placer y la fe­licidad, en virtud de un mérito alcanzado por el sacrificio de la vida en una guerra. Es una visión determinada de lo que es “el Cielo”, y, sobre­todo de la relación que hay entre ese “Cielo” y esta “tierra”, esta vida de aquí y ahora. Esta vida es una guerra, en la que cualquier sacrificio propio o ajeno está justificado, y en “el Cielo” se gozará de todo aquello que aquí se ha sacrificado para afrontar esta guerra.

 

Como vemos, el modo de entender “el Cielo”, marca mucho lo que hacemos en “la tierra”. Por eso, para transformar “la tierra”, es necesario también transformar “el Cielo”, es decir, nuestra manera de relacionarnos con él. No es extraño, pues, que el A­po­calipsis hable de “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Porque ambos están relacionados, son reflejo recíproco.

 

Si, por tanto, la forma de entender el Horizonte y de relacionarnos con él va a marcar nuestra forma de caminar, si la forma de entender el Cielo va a marcar nuestra forma de estar en la tierra, vale la pena pararse a pensar cuál es “nuestro Cielo”. Quizás podríamos remedar el dicho popular, diciendo: “dime qué Cielo esperas, y te diré qué tierra construyes”. Y, por cierto, esto vale también para aquellos que dicen no creer en ningún “Cielo”... porque no creer en ninguno ya es una forma determinada de relacionarse con el Horizonte último, y tiene también sus consecuencias en la forma de afrontar los retos, los problemas y las aspiraciones personales, y también colectivas y sociales.

 

Por esto, para la fe cristiana, lo significativo no es solamente el hecho de creer en “el Cielo”, sino cómo se cree en él. Seguramente es tan importante qué imagen tenemos de ese Cielo y su relación con nosotros, como el hecho de que exista. Vamos, pues, a intentar averiguar qué Horizonte tuvo Jesús, y cómo se relacionó con él.


II. EL CIELO NO HA ESPERADO

 

 

Ya hemos dicho que Jesús nunca habló de “el Cielo”, sino, en todo caso, del “Reino de los Cielos”, o su equivalente, el “Reino (reinado) de Dios”. No es ésta una idea original de Jesús, sino que está presente desde antiguo en la tradición israelita y judía. No nos vamos a detener aquí a explicar con detalle cual es el contenido de esta expresión. El lector interesado puede encontrarlo en escritos de fácil acceso.

 

La expresión indica una situación en la que reina Dios, y no las mil y una tiranías que someten al ser humano a alienaciones de toda índole. El Reino de Dios es una situación, pues, de plena reconciliación del hombre consigo mismo, con los demás seres humanos, y con su mundo. Los evangelios, con una potente imagen basada en la praxis de Jesús, hablan de este Reino como de un banquete preparado por Dios y al que son invitados todos y cada uno de los hombres y mujeres. Se trata, pues, de una situación de gozo desbordante en la fraternidad.

 

 

1. El Reino que Jesús anunció

 

Hasta aquí, el dibujo cristiano del “Cielo”, del Horizonte último de la vida humana, no difiere demasiado de otros “dibujos”: se trata del Horizonte de la felicidad plena del ser humano, de la culminación del deseo más profundo del corazón.

 

Ahora bien, hay que hacer notar ya que el Reino que Jesús anuncia tiene algunos rasgos característicos. En primer lugar, no se trata de un Reino puramente espiritual. Es un Reino que abarca todo el hombre en sus múltiples dimensiones: económica, corporal, mo­ral, social, religiosa, etc. Por tanto, supone una liberación del hombre de toda esclavitud interna y externa, personal y social. El “Cielo” del que Jesús habla no es un Cielo “sólo para el alma”, sino para la persona humana en toda su integridad.

 

Como consecuencia de lo anterior, el Reino de Dios no es un Cielo sólo individual, sino que, forzosamente, es social, comunitario, puesto que la persona no sería ella misma sin aquellos con los que se relaciona, con los que vive, a los que ama. Por decirlo así, ¿acaso el Cielo sería Cielo para Groucho sin Harpo y Chico... y sin Margaret Dumont? Un filósofo dijo aquello de que “el infierno son los demás”... no estoy de acuerdo. En realidad nuestro Cielo son los demás.

 

Ahora bien, un Reino que no es de individuos aislados supone, a la vista de la más elemental experiencia, un profundo proceso de reconciliación, una auténtica y radical revolución. Sin esa revolución, ¿cómo imaginar sentados en la misma mesa a Bin Laden y al Sr. Bush? ¿Cómo convencer a las Madres de Mayo para compartir un banquete con aquellos que torturaron a sus hijos? ¿Cómo podrá cantar un brindis aquel niño que muere de hambre en algún lugar de África con el especulador que se enriquece haciendo bailar millones de dólares por los mercados financieros internacionales?

 

Por eso la predicación del Reino de Dios es profundamente revolucionaria, y resulta un aguijón que reclama constantemente la liberación de las víctimas de cualquier tipo de injusticia. Por eso el Reino de Dios supone la urgencia por transformar nuestro mun­do en toda su integridad ecológica, económica, social y política.

 

Con esto que acabamos de decir, ya tenemos dos rasgos importantes del Horizonte último que propone la fe cristiana: es un Horizonte que incluye la integridad del hombre, personal y social. Queda descartado, por tanto, caminar hacia una situación en la que sólo se potencian los valores espirituales (espiritualismo), o en la que sólo se cultiva el bienestar material (materialismo). Se tratará, más bien, de intentar una cierta integración de lo material y lo espiritual, de lo corporal y lo anímico, de modo que haya una armonía.

 

Queda descartado, también, aquel proyecto en el que la felicidad sea entendida como algo individual, que no incluya la felicidad de los demás. Retomando el ejemplo del terrorista suicida, ¿qué clase de Cielo aspira a alcanzar quien, a cambio de una felicidad en el más allá, siembra en esta tierra el dolor de forma tan brutal? Un Cielo individual o “de tribu”, puesto que excluye a los “infieles”, a “los otros”. Con un Cielo así, se acaba por construir (mejor dicho, destruir) una tierra como la tierra arrasada de las Torres Gemelas.

 

O, con otro ejemplo, aquellos que cifran su felicidad en el bienestar personal y el “goce de la vida” (en su sentido más primario), sin considerar la importancia de los valores morales y espirituales, o bien, aquellos que dedican lo mejor de su vida al “éxito social” (expresión que suele significar, de hecho, “éxito económico”) ¿no son éstos los que, caminando hacia tal Horizonte, no tienen reparo en explotar al vecino o especular con bienes que resultan vitales para muchas personas en situación económicamente precaria? O, en el otro extremo (aunque muchas veces con resultados similares) aquellas personas religiosas que creen en un Cielo “puramente espiritual”, ¿tendrán algún cuidado en preocuparse de los aspectos materiales de la vida propia... y de la de los demás?

 

 

2. “El Reino de los Cielos ya ha llegado

 

Bien, ya hemos dicho que el Cielo (de Jesús) es algo ni sólo material ni sólo espiritual. Ahora hay que señalar algo que es muy característico de la predicación de Jesús, y a lo que él mismo dio gran importancia,...

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