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JOSEPH JOBLIN S

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JOSEPH JOBLIN S.J.

 

 

 

LA IGLESIA Y LOS DERECHOS HUMANOS:

 

CUADRO HISTÓRICO

Y PROSPECTIVAS DE FUTURO

 

 

 

 

 

 

 

 

CIVILTÀ CATTOLICA

3334 (20 mag. 1989) 326-341.

 

 

 

              S Í N T E S I S

 

En los orígenes del concepto de derechos humanos

 

              a) La originalidad de la civilización griega,

              b) La civilización occidental deriva de la Biblia.

              c) Diferencia entre las interpretaciones griega y bíblica de la dignidad el hombre.

              d) Coincidencias: el individuo, el cuerpo social y Dios.

 

Encuentro entre dos corrientes de pensamiento

 

La originalidad de Santo Tomás:

 

              a) el hombre no se analiza sólo en términos religiosos

              b) la naturaleza tiene una consistencia y fines propios

              c) el hombre debe comportarse según la naturaleza racional

 

La Iglesia y la noción moderna de los derechos humanos

 

              a) El orden social de la religión y el orden natural por sí mismo. Los teólogos quieren definir la base de una comunidad política de los pueblos de Europa

 

              b) La Reforma elimina el fundamento religioso de la unidad política europea. Los Tratados de Westfalia (1648): la religión del lugar de residencia (cujus regio, ejus religio).

 

              c)El Estado moderno, garante de la tolerancia; la coexistencia de fe y la cohesión política de la comunidad.

 

              d)Los derechos subjetivos del individuo se han difundido en el pensamiento moderno, pero no han nacido en él. La Iglesia toma posiciones ante el movimiento de los derechos humanos.

 

La Iglesia y los derechos humanos en la época contemporánea

 

El bloque político-doctrinal. Triple nivel:

 

              a) De los individuos de la dependencia del tejido social.

              b) En el plano de la doctrina.

c)   La naturaleza de la Iglesia.

 

Hacia la superación de la oposición.

a) Pacem in Terris y Vaticano II: Gaudium et Spes y b) Dignitatis humanae

 

 

 

              LA IGLESIA Y LOS DERECHOS HUMANOS:

              CUADRO HISTÓRICO Y PROSPECTIVAS DE FUTURO.

 

              JOSEPH JOBLIN, S.J.

 

              CIVILTÀ CATTOLICA. 3334 (20 mag. 1989) 326-341.

 

                                                                                    Traduce: Juan Manuel DÍAZ SÁNCHEZ

 

              En nuestra época se podría tener la impresión de que todos los hombres de buena voluntad pueden ponerse fácilmente de acuerdo sobre problemas relativos a la defensa y a la promoción de los derechos humanos, porque la mayor parte de los países tienen suscritas las declaraciones más solemnes adoptadas por las instituciones internacionales. Pero así como aquellas declaraciones no revisten el mismo significado para todos los que las han suscrito, es lícito preguntarse si no nos encontramos ante una de las ventanas pintadas que confieren una apariencia de dignidad y de unidad a la vida social actual de los pueblos, pero que en realidad, sirven para encubrir sus desacuerdos profundos sobre principios fundamentales que deberían regular sus relaciones comunes.

 

              La misma posición de la Iglesia no carece de incertidumbre. Su discurso actual no deja lugar a dudas sobre la importancia que concede a tal cuestión. Baste aquí recordad la Gaudium et spes:

"Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino (29). "La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconocer y estima en mucho el dinamiso de la época actual, que está promoviiendo por todas partes tales derechos" (41).

 

              Pero algunos hablan intencionadamente de "conversión" a este ideal. Efectivamente todos recuerdan las oposiciones, intencionadas, de Pío IX, de Gregorio XVI y de Pío VI. Este último, al condenar la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) en la que descubría un "delirio" escribía:

 

              "Es en esta óptica donde se establece, como un derecho del hombre en sociedad, aquella libertad absoluta, que no sólo asegura el derecho de no ser molestado por motivo de la propia opinión religiosa, sino que concede aún aquella licencia de pensar, de decir, de escribir e incluso de publicar impunemente, en materia de religión, todo lo que puede sugerir la imaginación más desenfrenada; derecho monstruoso que todavía parece a la Asamblea derivar de la igualdad y de la libertad naturales a todos los hombres [...], contrario a los derechos del Creador Supremo al que debemos la existencia y todo lo que poseemos"[1].

 

              Todavía al inicio de nuestro siglo, dom J.M.L. Besse escribía a propósito de las Declaraciones de 1791 y de 1793: "Ellas son el símbolo y el decálogo del Naturalismo y del Liberalismo. Nos reencontramos todo lo que caracteriza estos sistemas: el olvido de Dios, el silencio sobre sus derechos, el fin del hombre reducido a la felicitad temporal, su independencia respecto a toda autoridad, la igualdad humana, la equivalencia de las ideas [...]. El único modo de reaccionar con posibilidad de éxito es el volver incesantemente a la idea de Dios, a su papel en el mundo y a sus derechos"[2].

 

              Por tanto, a pesar de el crédito acordado por la opinión pública al tema de los derechos humanos, permanece en su análisis una gran incertidumbre. Por un lado, la interpretación universal de las grandes declaraciones está sujeta a revisión por el influjo, juzgado excesivo, del Occidente, en la formulación de las normas que presiden su aplicación; y por otro lado, si la posición de la Iglesia ha estado vinculada durante dos milenios a la historia filosófica, espiritual y política del Occidente hasta el punto de determinarla ampliamente, ella se ha distanciado en el momento de afirmarse los derechos del hombre; pero hoy parece querer abrazar ese punto de vista. Quien quiera comprender la coherencia interna de la postura de la Iglesia sobre los derechos humanos debe por tanto esforzarse por ver cómo el proceso que la ha conducido a afirmarse se ha formado y desarrollado bajo este influjo, a aceptar el momento en que su desarrollo ha llevado, en germen, las contradicciones presentes y a preguntarse cómo piensa superarlos.

 

              En los orígenes del concepto de derechos humanos

 

              El encuentro de las tradiciones greco-latina y judeo-cristiana ha llevado a la formación de una visión del mundo de la que la civilización occidental saca la propia originalidad y el propio dinamismo. La historia de su formación y de sus transformaciones es la misma de la noción de "derechos humanos", puesto que ha arrojado la semilla que invita a cada individuo a reconocerse como un valor frente al mundo externo, como un ser singular, una "unidad activa" (F. Perroux) autónoma, una capacidad de reflexión sobre la propia situación, acogiéndose en la propia individualidad específica, esto es, sintiéndose llamado a realizar un destino personal. Esta consagración de la individualidad es el tronco común sobre el que diversas maneras de entender entendimientos han ido a coplar sus propias concepciones.

 

              La originalidad de la civilización griega, ateniense, respecto a todas las otras hasta entonces existentes, es la de haber liberado al hombre de la visión mágica del universo, concibiéndolo como distinto del ambiente externo o fuente de una autonomía moral en las comparaciones de esto último. Grecia no ha visto las fuerzas de la naturaleza como entidad que ejerce no un predominio sobre el hombre, sino como susceptibles de estar dominados por ella porque está sometido a leyes objetivas, cognoscibles y por tanto controlables. La literatura griega permite constatar el avance extraordinario, realizado por Atenas, desde una concepción mágica a una concepción de tendencia positivista o científica. El así llamado mundo griego es aquel en el que el hombre toma conciencia de su poder, preguntándose sobre su propio grado de dependencia respecto a lo divino. Lo importante es entender con exactitud la idea de hombre que eso implica: por un lado, el ser humano no es totalmente dependiente de la divinidad puesto que puede juzgar, con equidad, lo que conviene a la ciudad-Estado; por otro lado, no es totalmente sujeto a las leyes humanas, puesto existen otras superiores inscritas en el orden del mundo.

 

              La segunda corriente en donde se radica la civilización occidental deriva de la Biblia. Está muy próxima a la del mundo greco-latino, pero que distingue radicalmente al hombre de las fuerzas de la naturaleza: él es distinto de ella, es superior a ella e incluso está dotado de autonomía y de responsabilidad. Sobre este punto, en cambio, se separa de la corriente greco-latina, porque le confiere una amplitud y una profundidad nuevas. Mientras en el mundo greco-latino el sistema de derechos es un mecanismos técnico, que permite dar a cada uno lo que le es debido según las leyes de la ciudad-Estado, no existe un sistema de derecho hebreo autónomo en sí; aquí, en efecto, todo es religioso, porque lo que respecta a cada uno en la sociedad política, como las relaciones entre los mismos hebreos, y entre los hebreos y los no hebreos, está determinado por el código de la Alianza.

 

              Otra diferencia todavía más fundamental separa las interpretaciones griega y bíblica sobre la dignidad el hombre. Si una y otra lo colocan en una situación conflictiva cuya solución exacta exige que se reconozca su dignidad específica, la primera tiende a ver en cada límite impuesto por el exterior un obstáculo intolerable a la realización individual a la que cada uno tiene derecho; la otra, en cambio, sitúa el conflicto fundamental no en una oposición entre Dios y el hombre, sino dentro del hombre; su visión es histórica y arranque del conflicto que señala el origen de la historia humana y se inicia tras el pecado. Indudablemente Adán se convierte en enemigo de Dios, pero Dios es el que le ofrece la salvación con una iniciativa libre que se repite a través de los siglos; el hombre debe decidir, libremente, si colaborar o rechazar, aceptando o no, realizar el salto que lo hace pasar de una situación más o menos conflictiva a una vida nueva en la que la libertad consiste en comunicarse con Dios. No existe más enfrentamiento entre Dios y el hombre, sino que éste último se convierte en colaborador del primero. La filosofía griega ha sabido elaborar una explicación de las posturas responsables del hombre en la ciudad-Estado; la Biblia propone un modo de vida que garantiza alcanzar la felicidad; ella es normativa e impone entre los hombres relaciones que reflejan la reconciliación, la igualdad y la libertad de todos en la verdad.

 

              Las dos corrientes ahora recordadas tienen en común la reflexión sobre tres entes independientes pero conectados entre sí: el individuo, el cuerpo social y Dios. Algunos ponen en el primer puesto el carácter necesario de la sociedad, sin la que el hombre no puede vivir y alcanzar el fin propio, y no imaginan que el hombre pueda tener derechos individuales que valgan contra ella; otros, en cambio, prefieren ser cada vez más sensibles a la conquista, por parte del hombre, de la propia libertad individual. Es fácil advertir la tensión que puede nacer de tal dualismo de representación: o se propone una explicación del orden del mundo, recurriendo a un principio universal, superior y por tanto vinculante, que el hombre, en cuanto elemento orgánico de la sociedad política, tendrá la tarea de inscribir en sí y en el mundo; o incluso se tiende a insistir sobre la originalidad irreductible de los individuos y se ve en la unidad del cuerpo social la resultante de las decisiones individuales; en tal caso se tiende a situar la fuente de la moralidad en la razón. La historia de Occidente aparece entonces como el resultado de una enorme reflexión que las sociedades han realizado sobre sí mismas para penetrar con la razón el misterio de su existencia social; y cuando se han convencido de estar juntas al final de sus investigaciones, se encuentran empeñadas en proseguirlas para descubrir el significado de su existencia en relación con el resto del mundo, que ha construido las distintas civilizaciones partiendo de otras preocupaciones.

 

              Encuentro entre dos corrientes de pensamiento

 

              La civilización del Medievo se ha dotado de instituciones que consagraban el valor singular de los individuos; pero su concepción político-religiosa sobre la universalidad del género humano ha sido el origen de confusiones y de limitaciones, que han desempeñado un papel que no ha sido indiferente para la actual formulación del problema de los derechos humanos. Desde el siglo VI entra Europa en un período caótico, en el que no existen ni Estado ni autoridad pública; la Iglesia se encuentra entonces que es la única fuerza que está en condiciones de actuar para restablecer la paz, haciendo una llamada a los sentimientos religiosos de la población. Se convierte en honor para la Iglesia el haber aprovechado la autoridad espiritual de la que gozaba para reintroducir la idea del orden y de la paz como valores religiosos fundamentales de la vida social. Nos encontramos entonces en presencia de una teocracia feudal, en donde lo religioso y lo político se confunden, o mejor, en donde lo político es absorbido en lo religioso[3].

 

              La mentalidad moderna se encuentra a disgusto ante semejante visión político-religiosa de la organización social, porque, a pesar de reconocer la dignidad inherente a cada hombre en cuanto creado a "imagen de Dios", no la consagra atribuyéndole derechos individuales reivindicables frente a todos, sino reconociéndoles un "estatuto"[4] que la integra en el tejido orgánico de una sociedad, estructurada políticamente, con el fin de asegurarle en este mundo los medios para alcanzar el propio destino sobrenatural. El derecho no es autónomo: fija los comportamientos que la moral reclama[5]; debe traducir en leyes las exigencias de la Justicia que es superior a ellos. Su justicia consiste en atribuir a cada uno lo que les atañe (suum cuique tribuere), pero ¿qué valor tiene el Estado que no atribuya a Dios el primer puesto que le es debido?[6]. En semejante concepción los paganos no tienen derechos propios[7], porque no observan la ley natural esculpida en el corazón de cada hombre (Rm 2,14 s), que depende del papa que es su intérprete supremo en esta tierra.

 

              Este sistema no carece de grandiosidad. Efectivamente es fruto de la aspiración a la paz de pueblos cansados de violencia; se fundamenta sobre la evocación nostálgica del imperio romano, que había sabido instaurar una concordia universal en medio de divisiones cruentas. Pero lleva en sí el elemento que lo destruiría, haciéndolo evolucionar. Si anteponer la persona humana creada libre, a imagen de Dios, puede conducir, en un primer tiempo, a privilegiar a los cristianos que habían recibido el mensaje evangélico y que se esforzaban por vivir la enseñanza, y eso habría empujado inevitablemente a exigir a la sociedad política que tratara a todos los ho...

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