Textos de Karl Rahner sobre la Iglesia
Este año se cumple el centenario del nacimiento de K. Rahner. Ha habido también algunas actuaciones de las autoridades eclesiásticas que han causado dolor y hasta escándalo. Estos datos junto con la serie de cartas recibidas a raíz de nuestro Cuaderno 121 sobre la Iglesia, nos sugieren ofrecer esta pequeña antología de textos eclesiológicos de Rahner.
1. Sentido de la Iglesia
Esta comunidad [Iglesia] debe ser aquella que, pese a su pobre carácter pequeño-burgués... habla en voz alta y tiene la valentía escalofriante de anunciar que esta llanura miserable que forma nuestra existencia actual tiene cumbres que se elevan hasta la luz eterna del Dios infinito, cumbres que todos nosotros podemos escalar. Y que esta triste y abismal llanura, que parece carente de cimientos, contiene sin embargo honduras que nosotros no hemos explorado todavía y que, allí donde nosotros pensamos que hemos experimentado y descubierto que todo es un absurdo, sigue habiendo profundidades que se encuentran llenas del mismo Dios.
Un testimonio como ese, propio de esta comunidad que tiene la valentía indescriptible de atreverse a ir en contra de todas las experiencias baratas de los hombres, debería elevarse como un único grito por encima de esta historia, diciendo: "¡Existe Dios, Dios el Amor! Su victoria ya se ha realizado y todos los torrentes de lágrimas de sufrimiento que aún fluyen por nuestra tierra han sido ya vencidos y están secos en su fuente. Todas nuestras tinieblas son como la noche que parece más oscura antes que amanezca el sol. Vale la pena que vivamos".
Ese testimonio es el signo de esta comunidad llamada Iglesia, en la medida en que ella es más que una simple parte del conjunto de la humanidad, a la que Dios no permite ya que se aparte de su amor. Su esencia verdadera y más profunda, su tarea más auténtica no consiste en lograr que los hombres tengan algo de respeto por Dios, ni consiste tampoco en ofrecer un poco de decencia y humanismo para contrarrestar el egoísmo brutal de los hombres. Su esencia no es la ley sino el evangelio: que Dios vence por su propia acción y que él se entrega de manera generosa a favor de esta humanidad y de su mundo. Este es el testimonio de lo más inverosímil, que es la única verdad, la verdad última. (Vom Sinn des kirchlichen Amtes, p. 20).
2. Pecado de la Iglesia
La debilidad humana y la insuficiencia pecadora, la pequeñez, la ceguera, la falta de valentía para asumir las exigencias de la hora actual, la falta de comprensión ante las necesidades del tiempo, ante sus tareas y tendencias de futuro... todas estas formas de conducta muy humanas son también las formas de conducta de las autoridades y de todos los miembros de la Iglesia y ellas influyen también... en aquello que la Iglesia es y hace.
Si alguien quisiera negar esto o disimularlo o quitarle importancia o decir que ésta ha sido sólo una carga o defecto de los primeros tiempos de la Iglesia, superada ya en la actualidad... si alguien pensara así, estaría dejándose llevar por una ceguera enloquecida y por un orgullo clerical, por un egoísmo de grupo y por un culto a la personalidad que es propio de un sistema totalitario, que no conviene en modo alguno a la Iglesia en cuanto comunidad de Jesús manso y humilde de corazón... [La Iglesia] frecuentemente no tiene el coraje de mirar el futuro como futuro de Dios, igual que ha experimentado el pasado como de Dios también. Con frecuencia glorifica su pasado, y mira el presente (allí donde no lo ha hecho ella misma) con ojos torcidos, condenándolo demasiado fácilmente. Con frecuencia... avanza lentamente en cuestiones de ciencia... y en el siglo XIX y XX ha dicho con demasiada rapidez que no, cuando hubiese podido decir ya antes un sí, desde luego matizado y distintivo. Ha estado con más frecuencia por los poderosos y se ha hecho demasiado poco abogada de los pobres. Ha dicho su crítica a los poderosos de esta tierra demasiado suavemente, de tal manera que más bien parecía como si quisiera procurarse una coartada sin entrar de veras en conflicto con los grandes de este mundo. Se mantiene muchas veces más con el aparato de su burocracia que con el entusiasmo de su espíritu... en los portadores del ministerio ha cometido con frecuencia injusticias contra santos, pensadores, contra los que preguntan dolorosamente, contra sus teólogos que querían sólo servirla incondicionalmente. (Escritos de Teología, V, p. 24-25).
3. Tareas de la Iglesia hoy
En el terreno de lo espiritual somos, hasta un extremo tremendo, una Iglesia sin vida... A los funcionarios eclesiásticos les digo (y con ello naturalmente echo una gruesa piedra sobre mi propio tejado): figuraos por un momento, con un poco de imaginación existencial, que no sois funcionarios eclesiásticos, que andáis por las calles ganándoos el pan como un barrendero o (si se prefiere) como un científico en su laboratorio de física de plasmas, donde no se oye en todo el día una palabra sobre Dios y sin embargo, se consiguen éxitos soberbios. Figuraos que vuestra cabeza está cansada de tanto barrer las calles o de la física molecular con su matemática... Y ahora intentad decir a los hombres de ese entorno el mensaje cristiano, intentad predicarles el mensaje de Jesús sobre la vida eterna. Escuchad cómo lo decís, percibid vosotros mismos cómo suena, pensad cómo lo habríais de decir para que no tope de antemano con un rechazo similar al que en ese ambiente se encontraría uno que quisiese hablar de medicina tibetana. ¿Qué diríais en esas circunstancias? ¿Cómo empezar a describir la palabra Dios? ¿Cómo hablar de Jesús de forma que los otros puedan tener un cierto barrunto de la importancia que tiene en vuestra vida, importancia real y significativa también para la vida que los otros llevan?
La Iglesia ha de ser una institución moral, pero no moralizante... Ante todo y sobre todo hemos de dar noticia al hombre de hoy del íntimo, radiante y liberador misterio de su existencia, que salva de la angustia y la autoalienación, y al cual nosotros llamamos Dios. Si el hombre no ha hecho ni siquiera inicialmente la experiencia de Dios y de su Espíritu que libera de la culpa y de la angustia vital más profunda, no tenemos por qué manifestarle las normas morales del cristianismo: no podría entenderlas; a lo más le podrían resultar causa de coerciones más radicales y de angustias más profundas...
La Iglesia debe dejar de dar esas recetas baratas de pequeños clérigos que viven al margen de la auténtica vida de la sociedad y la cultura moderna, y remitir esas decisiones a la conciencia individual. (Tal afirmación) puede parecer en muchos casos simplista y precipitada, incluso puede que en realidad, con el término 'conciencia' defienda la arbitrariedad subjetivista que no tiene nada que ver con una conciencia autocrítica, responsable ante Dios y temerosa de la auténtica culpa como posibilidad real; pero fundamentalmente, si se entiende bien, esa exigencia es muchas veces verdadera... No significa la retirada del cristianismo y de la Iglesia del terreno de la moral, sino un cambio de finalidad muy importante en la predicación cristiana; su deber es formar la conciencia y no primariamente con un adoctrinamiento casuístico, sino suscitando la conciencia y educándola para una decisión autónoma y responsable en las situaciones concretas, complejas y no racionalizables por completo, de la vida humana... (Cambio estructural en la Iglesia; p. 102-03 y 86-87).
4. Sobre actuaciones oficiales
Las actuaciones del Magisterio presuponen sin más que sus destinatarios no tienen ninguna duda frente a la autoridad formal del magisterio y dejan tranquilamente que sean éstos quienes se esfuercen por la comprensión necesaria para decidir. (Un importante teólogo romano me dijo una vez que ese modo de proceder está legitimado por la esencia misma del Magisterio; la argumentación para la decisión... pertenece a la tarea de los teólogos y no del Magisterio)... La iglesia "docente" y su magisterio presuponen silenciosamente que, cuando se dirigen a católicos, hablan a una masa relativamente homogénea de personas, en cuya visión del mundo sólo existe la fe cristiana y ésta de manera muy diferenciada y acompañada de un respeto más o menos absoluto frente a la autoridad del Magisterio. Esto no se afirma explícitamente... Pero el hecho es... que en la teoría y en la práctica apenas se toma en consideración la enorme diferencia entre la fe magisterial y la real conciencia creyente de la masa de católicos. Que el índice del "Dentzinger"1 sólo muy raramente esté en las cabezas de los cristianos reales, no es de entrada tan triste como les parece a algunos, tentados de identificar la fe salvadora con la formación teológica. Pues el conocimiento sutil y matizado sobre un tema puede ser incluso dañino para su apropiación existencial. Y me atrevo a sospechar que también en los actuales catecismos, por muy modernos que se presenten, hay demasiadas cosas y, sin embargo, no se ofrece en ellos de manera viva y realizable aquello que es lo decisivo y definitivo que debe ser dicho a toda costa. De hecho, lo que constituye a la Iglesia es la fe real que está en las cabezas y los corazones de la Iglesia, y no propiamente la enseñanza del Magisterio.
No se puede pretender que la Iglesia consta sólo de sus santos; la fe del cristiano medio no es simplemente una especie de resumen torturado de la doctrina del Magisterio; al contrario: esa misma fe, en cuanto portadora de salvación y apoyada en la autocomunicación del mismo Dios, es también verdaderamente la fe que la Gracia de Dios quiere activar y hacer viva en la Iglesia. Esa fe no debe ser juzgada por sus contenidos objetivados en palabras sino que, aunque su objetivación verbal y conceptual sea pobre y limitada, sigue siendo obra de Dios en los hombres, llevada a cabo por la autoentrega de Dios a través del Espíritu Santo y, por tanto, puede superar con creces la más sublime objetivación teológica. Pues el "depósito de la fe" no es ante todo una suma de frases con formulación humana, sino el Espíritu de Dios que se entrega a la humanidad sin retorno y opera en los hombres concretos la fe que realmente tienen. Por supuesto, ese Espíritu crea también la comunidad de fieles... pero esto no cambia nada en el hecho de que lo que importa en principio y en definitiva es la fe realmente realizada en los hombres concretos y que ésa es en sentido pleno la que produce salvación y comunica al mismo Dios, por precarias y fragmentarias que sean su objetivaciones conceptuales en las cabezas de los hombres. (Schriften zur Theologie, XVI, p. 221-23).
Lo que sucede es simplemente esto: el magisterio de la Iglesia se puede equivocar y de hecho se ha equivocado muchas veces también en el s. XX (ibid. XV, p. 364).
A mi juicio, ni la argumentación básica ni la autoridad de enseñanza de la Iglesia, a la que de hecho se acude, ofrecen un fundamento convincente y obligatorio para aceptar la discutida doctrina de Pablo VI en la Humanae Vitae, ni la Declaración de la Congregación de la Fe que quiere excluir por principio la ordenación de las mujeres, como algo que debería aplicarse en todos los tiempos y culturas (ibid. XIV, p. 20).
[NB. Algunas de las citas ofrecidas se encuentran en el libro de H. VORGRIMLER, Karl Rahner de Sal Terrae. En dos o tres ocasiones hemos aclarado o abreviado un poco la traducción].
1 Colección de Documentos del Magisterio Eclesiástico
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LA NOTICIA MÁS HUMANADEL CRISTIANISMO
Karl Rahner
Pascua: un misterio
Es difícil, con palabras humanas usuales, ser justo con el misterio de alegría de los días pascuales. No únicamente porque todos los misterios del evangelio, sólo con dificultad, penetran en lo angosto de nuestro ser, sino también porque con más dificultad aún los expresa nuestra palabra. El mensaje de pascua es la noticia más humana del cristianismo. Por eso la entendemos dificilísimamente. Pues lo más verdadero, lo más próximo, lo más fácil es lo más difícil de ser, de hacer y de creer.
Nosotros, hombres de hoy, vivimos con el prejuicio latente —y por eso tanto más obvio— de que lo religioso es propio sólo del corazón más profundo y del espíritu más sublime, algo que tenemos que hacer nosotros solos y por nosotros mismos, y que, por lo tanto, tiene la dificultad y la irrealidad de los pensamientos y de los anhelos del corazón. Pero pascua nos dice, sin embargo, que Dios ha hecho algo. Él mismo. Y su obra no se ha limitado a tocar ligeramente el corazón de un hombre, para que se estremeciera dulcemente por lo inefable y sin nombre. Dios ha resucitado a su Hijo. Dios ha vivificado la carne. Ha vencido la muerte. Él ha hecho algo y ha vencido no sólo en la interioridad del sentimiento, sino allí donde, a pesar de todas las excelencias del espíritu, somos realmente nosotros mismos, en la realidad de la tierra, lejos de todo lo meramente ideológico e intencional, allí, donde experimentamos lo que somos: hijos de la tierra que mueren. Somos hijos de la tierra, nuestra vida es nacimiento y muerte, cuerpo y tierra, pan y vino; la tierra es nuestra patria.
Ciertamente, con todo esto, a fin de que sea válido y hermoso, como una esencia misteriosa, tiene que estar mezclado el espíritu, el espíritu fino, delicado, el espíritu que ve, que mira hacia lo infinito, y el alma que hace todo vivo y ligero. Pero el espíritu y el alma tienen que darse allí donde estamos nosotros, sobre la tierra, y en el cuerpo, como eterno brillo de lo terreno, no como un peregrino que, incomprendido y extraño, anda por el tablado del mundo como una breve aparición. Somos demasiado hijos de esta tierra, para que querramos expatriarnos un día definitivamente. Y si tiene que dársenos el cielo, para que la tierra sea soportable, entonces debe acercarse y quedarse como luz bienaventurada sobre esta tierra y brotar de su oscuro seno.
Pertenecemos a la tierra
Pero, si no podemos ser infieles a la tierra —no por capricho o por despotismo, que no convendrían a los hijos de la humilde madre tierra, sino porque tenemos que ser lo que somos—, estamos, sin embargo, al mismo tiempo, enfermos de un dolor oculto que hiere mortalmente lo más íntimo de nuestro ser terreno. La misma tierra, nuestra madre, está afligida. Gime bajo la caducidad. Sus más alegres fiestas parecen el comienzo de unos funerales, y al oír su risa, temblamos, no vaya a ser que en el próximo instante llore bajo una carcajada.
Da a luz niños que mueren, que son demasiado débiles para vivir siempre y que tienen demasiado espíritu para poder renunciar modestamente a la alegría eterna, porque, de manera distinta a los demás animales, contemplan ya el fin, antes de que exista, y no se les ahorrará compasivamente la experiencia del fin. La tierra da a luz niños de gran corazón, y lo que les da es demasiado hermoso para que ellos lo menosprecien, y es demasiado pobre, para hacerlos ricos. Y porque en la tierra se da esta contradicción entre la gran promesa que no llega y el don mezquino que no contenta, por eso ella será el fecundo campo de las culpas de sus hijos, que pretenden arrancarle más de lo que puede dar.
La tierra madre desgraciada
Es posible que se queje de que ha llegado a ser tan ambivalente sólo por la culpa original del primer hombre, de Adán. Pero la situación es la misma: la tierra es ahora la madre desgraciada; demasiado viva y demasiado hermosa para que pueda alejar de sí a sus hijos, a fin de que conquisten para ellos otro mundo, la nueva patria de la vida eterna, demasiado pobre para colmar su deseo. Y las más de las veces no lleva a una de las dos cosas, porque siempre es ambas cosas: vida y muerte. Y la turbia mezcla que nos ofrece de vida y de muerte, de aplausos y de querellas, de hecho creador y de esclavitud permanente es nuestra vida de cada día.
De esta manera estamos sobre la tierra, la patria eterna; y, sin embargo, no es suficiente. La aventura de emigrar de lo terreno no es posible, no por cobardía, sino por fidelidad que exige nuestro propio ser. ¿Qué debemos hacer? ¡Oír el mensaje de la resurrección del Señor! Cristo, el Señor, ¿ha resucitado o no de entre los muertos? Creemos en su resurrección y confesamos: ¡Ha muerto, descendió a los infiernos y resucitó al tercer dia! Pero ¿qué significa eso, y por qué es un motivo de felicidad para los hijos de la tierra?
¡Cristo ha muerto!
Él, el Hijo del Padre, murió, Él que es Hijo del hombre. Él, que es la eterna plenitud de la divinidad, que no necesita nada, ilimitado y bienaventurado, como Palabra del Padre antes de todos los tiempos, y que como hijo de su bendita madre, es, al mismo tiempo, el Hijo de esta tierra. Él, que es a la vez el Hijo de la plenitud de Dios y el hijo de la indigencia de la tierra, ha muerto. Pero muerto no quiere decir (como creemos nosotros en un sentido nada cristiano y espiritualista de cortas miras), que su espíritu, su alma, la vasija de la divinidad, se ha arrancado del mundo y de la tierra, que ha huido en alguna manera a la gloria de Dios más allá de todo el mundo, porque el vínculo corporal que le ataba a la tierra, se había roto al morir, y porque la tierra asesina había demostrado que el Hijo de la luz eterna no podía encontrar una patria en su oscuridad.
Murió, decimos, y añadimos en seguida: Descendió al reino de los muertos y resucitó; y con ello la afirmación de que «murió» recibe otro sentido completamente distinto de aquel de huida del mundo que estamos tentados de aplicar a la muerte. Jesús mismo dijo que Él descendería al corazón de la tierra (Mt 12, 40), donde todo es uno y donde se asienta la muerte y la esterilidad. Hasta allí se abrió paso en la muerte; se dejó —santa argucia de la vida eterna— vencer por la muerte para que ésta le sumergiera hasta lo más íntimo del mundo, para que, descendiendo al seno mismo y a la única raíz del mundo, instaurase en ella para siempre su vida divina. Porque murió, le pertenece con toda justicia esta tierra. Pues cuando el cuerpo de un hombre queda tendido en las entrañas de la tierra, el hombre —nosotros decimos el alma—, aunque en la muerte se haga inmediatamente divino, participa de la unidad definitiva de aquel misterioso y único fundamento, en el cual están unidas todas las cosas espacio-temporales. A lo más profundo descendió el Señor en la muerte.
¡Cristo ha resucitado!
Ahora reina Él, y reina allí, no la esterilidad y la muerte. En la muerte se ha convertido en corazón del mundo terreno, corazón divino en el centro del mundo, donde éste, incluso más allá de su desarrollo en el espacio y en el tiempo, hinca su raíz en la omnipotencia de Dios. De este corazón único de todas las cosas terrenas, en el cual ya no se distinguían la unidad plena y la pobreza absoluta, del cual brota todo su destino, ha resucitado. Ha resucitado no para marcharse, no para que los dolores de la muerte, que de nuevo le engendran, le regalen la vida y la luz de Dios de tal manera que deje tras sí la tierra vacía y sin esperanza. Ha resucitado en su cuerpo. Esto quiere decir: ha comenzado a transformar este mundo. Ha rescatado el mundo para la eternidad, ha nacido de nuevo como hijo de la tierra, pero ahora es el glorioso, el ilimitado, el liberado de la tierra, que queda redimida para siempre de la muerte y de la esterilidad. Ha resucitado, no para mostrar que abandona definitivamente la tierra, sino para probar que esta tumba de los muertos —el cuerpo y la tierra— se ha transformado definitivamente en la casa gloriosa, inmensa del Dios vivo y del alma del Hijo llena de Dios. No ha resucitado para ser arrancado de la tierra. Pues Él posee ya definitiva y gloriosamente el cuerpo, que es una parte de la tierra, una parte que siempre le pertenece como parte de su realidad y de su destino. Ha resucitado para revelar que por su muerte queda implantada la vida eterna libre y feliz en la estrechez y el dolor de la tierra, y en medio de sus corazones.
¡Todo se ha renovado!
Lo que llamamos su resurrección y consideramos irreflexivamente como su destino privado, es sólo el primer síntoma real de que, más allá de lo que llamamos experiencia (a la que nosotros damos tanta importancia), todo ha llegado a ser distinto, con la verdadera y decisiva profundidad de todas las cosas. Su resurrección es como la primera erupción de un volcán, que muestra que en el interior del mundo ya arde el fuego de Dios, que lo llevará todo a la bienaventurada incandescencia. Ha resucitado para demostrar que ha comenzado ya. Ya se levantan desde el corazón mismo de la tierra, en el que penetró muriendo, las nuevas fuerzas de una tierra gloriosa, ya están vencidos en lo más profundo de toda realidad el pecado, la esterilidad y la muerte, y no falta mucho tiempo, sólo lo que nosotros llamamos historia después de Cristo, para que toda la realidad, y no sólo el cuerpo de Jesús, refleje lo que realmente ha sucedido. Y porque no comenzó Cristo a salvar y glorificar el mundo por la superficie, sino por la raíz más íntima, creemos nosotros, seres superficiales, que no ha sucedido nada. Porque el agua del dolor y de la culpa todavía corre aquí donde estamos, nos imaginamos que sus fuentes, en lo profundo, no están todavía agotadas. Porque la maldad dibuja todavía nuevas ruinas en el rostro de la tierra, concluimos que en lo más profundo del corazón de la realidad ha muerto el amor. Pero todo no es sino apariencia, apariencia que tenemos por realidad de la vida.
Ha resucitado porque en la muerte ha conquistado para siempre el centro más íntimo de todo lo terreno y lo ha salvado. Y resucitando lo ha conservado. Y de esa manera Él permanece aquí. Guando le confesamos como subido a los cielos es sólo una manera de decir que nos retira por un tiempo la evidencia de su gloriosa humanidad, y sobre todo que no se da ya abismo alguno entre Dios y el mundo. Cristo está ya en medio de todas las cosas miserables de esta tierra, que no podemos abandonar porque es nuestra madre. Él está en la esperanza anónima de toda criatura que, sin saberlo, aguarda la participación en la glorificación de su cuerpo. Él está en la historia de la tierra, cuya ciega marcha a través de todas las victorias y caídas, dirige hacia su día con temible precisión; hacia aquel día en el que su gloria, transformándolo todo, emergerá desde sus propias profundidades.
Él está en todas las lágrimas y en toda muerte como júbilo oculto y vida que vence mientras aparenta morir. Él está en el mendigo a quien damos limosna, está como misteriosa riqueza que le caerá en suerte al que socorre. Él está en las mezquinas derrotas de sus siervos, como victoria que es sólo de Dios. Él está en nuestra impotencia como potencia que se puede permitir aparecer como débil, porque es invencible. Él está aun en medio del pecado, como misericordia, paciente hasta el fin, del amor eterno. Él está ahí como ley misteriosa y esencia íntima de todas las cosas que todavía triunfa y se impone cuando todos los órdenes parecen deshacerse. Está entre nosotros como la luz del día, como el aire, que no notamos, como ley misteriosa de un movimiento que no comprendemos, porque la parte de ese movimiento, que nosotros mismos vivimos, es demasiado corta para que podamos llegar a comprobar su fórmula.
Pero Él está ahí, como corazón de este mundo terreno y sello misterioso de su eterna validez. Por eso podemos y debemos nosotros, hijos de esta tierra, amarle. Incluso cuando nos atormenta el temor a la miseria y a la muerte. Pues desde que Él ha entrado en ésta para siempre, por su muerte y resurrección, la desgracia se ha convertido en algo provisional y en mera prueba de nuestra fe en el más íntimo misterio, que es el resucitado. Que éste es el sentido misterioso de su miseria, no es una experiencia nuestra. Realmente no. Pero nuestra fe se opone a toda experiencia. La fe que puede amar la tierra porque ella es el «cuerpo» del resucitado o lo será. Por eso no debemos dejarla: la vida de Dios habita en ella. Si buscamos al Dios de la infinitud (¿cómo podíamos abandonarlo?) y a la tierra confiada a nosotros, tal como es y tal como debe ser, para convertirse en nuestra eterna patria libre, los hallaremos por el mismo camino: en la resurrección del Señor. En ella ha mostrado Dios que Él ha redimido la tierra para siempre. Caro cardo salutis, la carne es el quicio de la salvación, ha dicho un padre de la Iglesia.
El más allá de todo pecado y de la muerte no está lejos, ha descendido y vive en lo más profundo de nuestra carne. La más sublime religiosidad de la huida del mundo no llegaría a hacer bajar de la lejanía de su eternidad al Dios de nuestra vida y de la salvación de esta tierra, ni llegaría tampoco hasta Él en su más allá. Pero Él mismo ha venido a nosotros. Y ha transformado lo que somos y lo que siempre queremos considerar como el turbio resto terreno de nuestra espiritualidad: la carne. Desde entonces, la madre tierra da a luz sólo a hijos que serán transformados. Pues la resurrección de Jesucristo es el comienzo de la resurrección de toda carne.
Una cosa falta: que su obra, su resurrección, que no podemos ignorar, se convierta en la felicidad de nuestra existencia. Tienen que hacer saltar la tumba de nuestro corazón. Tiene que resucitar del centro de nuestro ser también, donde está como fuerza y promesa. Ahí Él está todavía en camino. Ahí es todavía sábado santo, hasta el último día, que será la pascua completa de todo el cosmos. Y esta resurrección acontece en la libertad de nuestra fe, pero es también su obra. Obra suya que sucede como nuestra: como obra de la fe amante, que nos incorpora a la colosal marcha de toda realidad terrena hacia su propia gloria, que ha comenzado ya en la resurrección de Cristo.
"El Año litúrgico"Editorial Herder
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