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El Hermano de Asís.

Vida profunda de San Francisco.

Ignacio Larrañaga.

 

A Francisco de Asís, en el Octavo Centenario de su nacimiento.

El autor.

 

Capítulo primero. Amanece la libertad.

A pesar de todo, regresaba tranquilo. Tenía motivos para sentirse abatido, pero, contra todo lo esperado, una extraña serenidad inundaba su rostro, y a sus ojos asomaba un no sé qué, semejante a la paz de un sueño alcanzado o un amanecer definitivo.

En aquella noche hablan saltado todos los quicios, y sus sueños descansaban ahora sobre un nuevo centro de gravedad. Todo había cambiado como si el mundo hubiera dado aquella noche un repentino giro de ciento ochenta grados. Entre las nieblas matinales que se extendían sobre el valle desde Espoleto hasta Perusa, el hijo de Bernardone cabalgaba, en paz, hacia su casa. Estaba dispuesto a todo, y por eso se sentía libre y feliz.

Se la ha llamado la noche de Espoleto. No obstante, contra lo que parece y se dice, no comienza en esta noche la aventura franciscana, sino que, al contrario, aquí culmina una larga carrera de obstáculos en que hubo insistencias de parte de la Gracia y resistencias de parte del joven soñador. En esta noche se rindió nuestro combatiente.

 

Nada se improvisa en la vida de un hombre. El ser humano es siempre hijo de uns época y un ambiente, como lo son los árboles y las plantas. Un abeto no crece en las selvas tropicales ni un ceibo en las cumbres nevadas. Si en la cadena de Iss generaciones surge un alto exponente humano, no brota de improviso como los hongos en las montañas.

Nuestra alma es recreada a imagen y semejanza de los ideales que gravitan a nuestro alrededor, y nuestras raíces se alimentan, como por ósmosis y sin darnos cuenta, de la atmósfera de ideas que nos envuelve. Si queremos saber quién es un hombre, miremos a su derredor. Es lo que llaman entorno vital.

Al asomarse al mundo por la ventana de su juventud, el hijo de Bernardone se encontró con un cuadro de luces y sombras. Las llamas de la guerra y los estandartes de la paz, los deseos de reforma y la sed de dinero, todo estaba mezclado en la más contradictoria fusión. Si queremos desvelar el misterio de Francisco de Asís, siquiera unos segmentos —y es eso lo que pretende este libro—, comencemos por observar qué sucede a su alrededor.

 

Entorno vital.

Los nacionalistas güelfos se aliaban una y otra vez, entre sí mismos y con el Pontificado, para expulsar a los imperialistas del Sacro Imperio Germánico. Los gibelinos eran lo que hoy llamamos colaboracionistas, y los güelfos pertenecían a lo que hoy se llama resistencia.

Hacía un siglo que había tenido lugar la penitencia de Canossa. Durante tres días y tres noches permaneció descalzo el emperador Enrique IV de Sajonia junto a los muros del castillo de Canossa, en la Toscana, vestido con la túnica gris de los penitentes, antes de que el Papa Hildebrando (Gregorio VII) le levantara la excomunión.

Fue el vértice de una crisis en la larga hostilidad planteada entre el Pontificado y el Imperio, y también el momento álgido en la querella de las investiduras, por la que el Papa reclamaba el derecho de elegir los dignatarios eclesiásticos, ya que los obispos y abades recibían solemnemente de mano de los príncipes no sólo las tierras y bienes sino también el báculo y el anillo. Naturalmente, la cosa no era tan simple como a primera vista parece. Detrás de los báculos y anillos se agitaba un mundo de intereses y ambiciones terrenales.

En cinco expediciones asoladoras el emperador Barbarroja había sembrado el pánico entre las ciudades itálicas. Unos años antes de nacer Francisco, las había emprendido el emperador con particular saña contra el condado de Asís, en cuyo recinto entró victorioso, recibiendo el homenaje de los señores feudales y poniendo la bota imperial sobre la plebe levantisca y humillada.

Al alejarse, dejó como lugarteniente al aventurero Conrado de Suabia para mantener sumiso al pueblo rebelde. Los aristócratas de Asís, aprovechando esta protección imperial, oprimieron a los siervos de la gleba con nuevas y duras exigencias, unciéndolos al carro del vasallaje del que se habían apeado anteriormente.

 

Francisco nació en estos momentos en que la villa se mantenía vigilada por Conrado desde la formidable fortaleza de la Rocca, erguida amenazadoramente en lo alto de la ciudad. En este contorno transcurrió la infancia de Francisco.

Es una época amasada de contrastes y sumamente movida. Las alianzas se anudan y desanudan con la inconsistencia de las palabras escritas en el agua; suben y bajan las pequeñas repúblicas y los grandes señoríos; hoy el emperador pide protección al Papa, y mañana lo depone o le contrapone un antipapa o entra a fuego por los muros de Roma.

La serpiente de la ambición levanta su cabeza en las torres almenadas de los castillos, en los palacios lateranenses y en las fortalezas imperiales; las llamas siempre estaban de pie al viento; las cruzadas se parecen a un turbión que arrastra, en desatada mezcla, la fe y el aventurerismo, la devoción y la sed de riqueza, la piedad con el Crucificado y la impiedad con los vencidos ...

Al subir al pontificado Inocencio III, personalidad de gran empuje y alto corazón, las ciudades italianas levantaron cabeza exigiendo independencia, reclamando justicia y, en algunos casos, alzando el puño de la venganza. La rebeldía se extendió como ciego vendaval por toda la Italia central. En el condado de Asís, la revolución alcanzó alturas singulares. Era la primavera de 1198. Cuando el pueblo se enteró de que Conrado se había sometido en Narni a las exigencias del Papa, los asisienses subieron a la Rocca y, en el primer asalto, desmelenaron el soberbio bastión, sin dejar piedra sobre piedra.

Y con gran celeridad levantaron una sólida muralla alrededor de la ciudad con el material de la Rocca desmantelada. Así se erigió la república de Asís, independiente del emperador y del Papa. Francisco tenía a la sazón 16 años.

Las llamas de la venganza se encendieron por todas partes, atizadas por la ira popular, en contra de los opresores feudales. Ardieron sus castillos en el valle umbro, estallaron las torres almenadas, fueron saqueadas las casas señoriales, y los nobles tuvieron que refugiarse en la vecina Perusa. Entre los fugitivos se contaba una preadolescente de unos doce años llamada Clara.

Los nobles asisienses refugiados pidieron auxilio a la eterna rival, Perusa, en contra del populacho asisiense que los había expulsado. Después de varios años de parlamentos, ofertas y amenazas, se dirimió el combate bélico en los alrededores de Ponte San Giovanni, lugar equidistante entre Perusa y Asís. Era el verano de 1203.

Aquí participó Francisco, que a la sazón tenía 20 años.

Así asoma a la historia el hijo de Bernardone: peleando en una escaramuza comunal a favor de los humildes de Asís. Los combatientes de Asís fueron completamente derrotados, y los más acaudalados fueron tomados como rehenes y deportados a la prisión de Perusa.

Ahí tenemos a Francisco hecho prisionero de guerra en las húmedas mazmorras de Perusa.

 

Los castillos amenazan ruina.

Francisco era demasiado joven para absorber sin pestañear aquel golpe. A los veinte años, el alma del joven es una ánfora frágil. Basta el golpe de una piedrerita, y la ánfora se desvanece como un sueño interrumpido. Es el paso del tiempo y del viento lo que da consistencia al alma.

Uno tiene la impresión de que los biógrafos contemporáneos pasan como volando por encima de los años de conversión de Francisco. Igual que los periodistas, los cronistas nos entregaron anécdotas. Pero, al parecer, no presenciaron o, al menos, no nos transmitieron el drama interior que origina y explica aquellos episodios. Nada nos dicen de su conversión hasta la noche de Espoleto. Sin embargo, en esta noche cayó la fruta porque estaba ya madura.

Para mí, en estos once largos meses de encierro e inactividad comienza el tránsito de Francisco. Para construir un mundo, otro mundo tiene que desmoronarse anteriormente. Y no hay granadas que arranquen de raíz una construcción; los edificios humanos mueren piedra a piedra. En la prisión de Perusa comienza a morir el hijo de Bernardone y a nacer Francisco de Asís.

Zeffirelli nos ofreció un bellísimo filme, Hermano sol, Hermana luna. Pero tampoco ahí se nos desvela el misterio. Nada se nos insinúa de los impulsos profundos que dan origen a tanta belleza. La película se parece a un mundo mágico que, de improviso, emergiera nadie sabe de dónde ni cómo. Es como imaginar el despegue vertical de un avión sin reactores. Nadie, salvo un masoquista químicamente puro, hace lo que Francisco en esas escenas: someterse a una existencia errante presentando un rostro feliz a las caras agrias, con la frente erguida ante las lluvias y las nieves, dulzura en la aspereza, alegría en la pobreza... Todo eso presupone una fuerte capacidad de reacción, que no aparece en la película, y un largo caminar en el dolor y la esperanza; presupone, en una palabra, el paso transformante de Dios por el escenario de un hombre.

La Gracia no hace estallar fronteras. Nunca se vio que el mundo amanezca, de la noche a la mañana, vestido de primavera. El paso de un mundo a otro lo hizo Francisco lentamente, a lo largo de dos o tres años, y no fue un estallido repentino sino una transición progresivamente armoniosa, sin dejar de ser dolorosa. Todo comenzó, según me parece, en la cárcel de Perusa.

 

En toda transformación hay primeramente un despertar. Cae la ilusión y queda la desilusión, se desvanece el engaño y queda el desengaño. Si; todo despertar es un desengaño, desde las verdades fundamentales del príncipe Sakkiamuni (Buda) hasta las convicciones del Eclesiastés. Pero el desengaño puede ser la primera piedra de un mundo nuevo.

Si analizamos los comienzos de los grandes santos, si observamos las transformaciones espirituales que ocurren a nuestro derredor, en todos ellos descubriremos, como paso previo, un despertar: el hombre se convence de que toda la realidad es efímera y transitoria, de que nada tiene solidez, salvo Dios.

En toda adhesión a Dios, cuando es plena, se esconde una búsqueda inconsciente de trascendencia y eternidad. En toda salida decisiva hacia el Infinito palpita un deseo de libertarse de la opresión de toda limitación y, así, la conversión se transforma en la suprema liberación de la angustia.

El hombre, al despertar, se torna en un sabio: sabe que es locura absolutizar lo relativo y relativizar lo absoluto; sabe que somos buscadores innatos de horizontes eternos y que las realidades humanas sólo ofrecen marcos estrechos que oprimen nuestras ansias de trascendencia, y así nace la angustia; sabe que la criatura termina "ahí" y no tiene ventanas de salida y, por eso, sus deseos últimos permanecen siempre frustrados; y sobre todo sabe que, a fin de cuentas, sólo Dios vale la pena, porque sólo El ofrece cauces de canalización a los impulsos ancestrales y profundos del corazón humano.

 

En la cárcel de Perusa despertó Francisco. Allí comenzó a cuartearse un edificio. ¿Qué edificio? Aquel soñador había detectado, como un sensibilísimo radar, los sueños de su época, y sobre ellos y con ellos había proyectado un mundo amasado con castillos almenados, espadas fulgurantes abatiendo enemigos: los caballeros iban a los campos de batalla bajo las banderas del honor para dar alcance a esa sombra huidiza que llaman gloria; con la punta de las lanzas se conquistaban los títulos nobiliarios, y en brazos de gestas heroicas se entraba en el templo de la fama y en las canciones de los rapsodas, igual que los antiguos caballeros del rey Arturo y los paladines del gran emperador Carlos. En una palabra; todos los caminos de la grandeza pasaban por los campos de batalla. Éste era el mundo de Francisco y se llamaba sed de gloria.

Persiguiendo esos fuegos fatuos había llegado nuestro joven soñador a las proximidades de Ponte San Giovanni. La primera ilusión degeneró en la primera desilusión, ¡y de qué calibre! Soñar en tan altas glorias y encontrarse con tan humillante derrota, y en el primer intento, ¡era demasiado! Y ahí mismo le esperaba Dios.

En los castillos levantados sobre dinero, poder y gloria no puede entrar Dios. Cuando todo resulta bien en la vida, el hombre tiende insensiblemente a centrarse sobre sí mismo, gran desgracia porque de él se apodera el miedo de perderlo todo, y vive ansioso, y se siente infeliz. Para el hombre, la desinstalación es, justamente, su salvación.

Por eso, a Dios Padre, si quiere salvar a su hijo arropado y dormido sobre el lecho de ia gloria y el dinero, no le queda otra salida que darle un buen empujón. Al hundirse un mundo, queda flotando una espesa polvareda que deja confuso al hijo. Pero, al posarse el polvo, el hijo puede abrir los ojos, despertar, ver clara la realidad y sentirse libre.

Eso le sucedió al hijo de doña Pica. En el llano de Ponte San Giovanni se vinieron al suelo sus castillos en el aire. En el primer momento, como siempre sucede, el muchacho, envuelto en la polvareda, sintió confusión. Pero, al llegar al presidio, en la medida en que fue pasando el tiempo y el polvo se desvanecia, el hijo de doña Pica, como otro Segismundo, comenzó a ver claro: todo es inconsistente como un sueño.

Era dernasiado, para un joven sensible e impaciente, permanecer inactivo entre los muros de una cárcel, mascando la hierba amarga de la derrota. En un cautiverio hay demasiado tiempo para pensar. Allí no hay novedades que distraigan. Sólo queda flotando, como realidad única y oprimente, la derrota.

Por otra parte, nuestro muchacho no se escapó de la psicología de los cautivos. El cautivo, igual que el preso político, vive entre la incertidumbre y el temor: no sabe cuántos meses o años permanecerá recluido en la prisión, ni cuál habrá de ser el curso de los acontecimientos políticos, ni qué será de su futuro. Sólo sabe que ese futuro queda pendiente de un podestá arbitrario o de una camarilla hostil de señores feudales.

Por otra parte, nuestro joven estaba bien informado de que los cautiverios y derrotas son el alimento ordinario en la vida de las aventuras caballerescas. Pero otra cosa era experimentarlo en carne propia y por primera vez, ¡él que todavía no estaba curtido por los golpes de la vida y era, además, de natural tan sensible!

La crisis comienza. Frente a las edificaciones que hoy suben y mañana bajan, frente a los emperadores que hoy son carne y mañana sombra, frente a los nobles señores que son silenciados para siempre por la punta de una lanza, hay otro Señor cabalgando sobre las estepas de la muerte, otro Emperador al que no le alcanzan las emergencias ni las sombras, otra Edificación que tiene estatura eterna. La Gracia ronda al hijo de doña Pica. Éste pierde seguridad.

Los viejos biógrafos nos dicen que, mientras sus compañeros estaban tristes, Francisco no sólo estaba alegre sino eufórico. ¿Por qué? Un hombre sensible fácilmente se deprime. A partir de su temperamento, tendríamos motivos para pensar que Francisco tenía que estar abatido en la cárcel. Sin embargo, no lo estaba.

Las palabras de Celano, cronista contemporáneo, nos dan pie para confirmarnos en lo que venimos diciendo desde el principio: que todo comenzó en la cárcel de Perusa, que Dios irrumpió entre los escombros de sus castillos arruinados, que allá tomó gusto a Dios, y allá vislumbró, si bien entre nieblas, otro rumbo para su vida.

Efectivamente, cuenta el viejo biógrafo que, ante la euforia de Francisco, se molestaron sus compañeros y le dijeron:

—Estás loco, Francisco. ¿Cómo se puede estar tan radiante entre estas cadenas oxidadas?

Francisco respondió textualmente:

—¿Sabéis por qué? Mirad, aquí dentro llevo escondido un presentimiento que me dice que llegará el día en que todo d mundo me venerará como santo.

Fugaces vislumbres de eternidad cruzaron el cielo oscuro de Francisco en la oscura cárcel de Perusa.

 

La gran palabra de su vida.

En agosto de 1203, los hombres de la plebe y los aristócratas de Asís se dijeron entre sí: ¿Para qué gastar energías en combatirnos mutuamente? Hagamos un tratado de paz y consolidemos la vida de nuestra pequeña república. A consecuenaa de esta alianza, Francisco y sus compañeros de cautividad fueron dejados en libertad y regresaron a Asís.

Entre este momento y la noche de Espoleto han transcurrido aproximadamente dos años. ¿Qué hizo en este ínterin el hijo de Bernardone? Los biógrafos nos hablan poco. De lo poco que nos hablan, sin embargo, podemos deducir mucho.

Para desgracia nuestra (no sé si decir para desgracia, también, de la Iglesia e incluso para la historia humana) Francisco, a lo largo de su vida, fue extremadamente reservado en lo referente a su vida profunda, a sus relaciones con Dios. No hay hombre que haya guardado su secreto profesional con tanta fidelidad como aquel hombre sus comunicaciones con Dios. Normalmente era comunicativo; por eso el movimiento que originó tiene carácter fraterno o familiar. Pero en lo referente a sus experiencias espirituales, se encerraba en un obstinado círculo de silencio y nadie lo sacaba de ahí.

Fue fiel hasta las últimas consecuencias a aquello que, en su época, se llamaba "Sigillum regis", el secreto del rey: "mis cosas" con mi Señor acaban entre Él y yo. Hay que notar, por ejemplo, que la noticia de su muerte causó alegría. ¿Por qué? No porque hubiera fallecido Francisco, naturalmente, sino porque ahora sí se podían contemplar y palpar sus llagas.

Durante tres años ocultó celosamente aquellas señales misteriosas que llevaba en su cuerpo. Todo el mundo sabía de su existencia pero nadie, mientras vivió Francisco, tuvo la dicha de contemplarlas, ni sus confidentes más íntimos, ni siquiera Clara. Solamente pudo verlas el hermano León, que hacía las veces de secretario y enfermero.

Puede ser que, debido a este sigillum, los narradores contemporáneos no hubieran tenido noticias de su paso o conversión y que, por eso, la información respecto a esa época sea tan parca.

 

Tanto los cronistas contemporáneos como Francisco mismo en su Testamento nos introducen de un golpe en el escenario de Dios, como si ya existiera una alta familiaridad entre Francisco y su Señor. Pero una gran familiaridad con Dios presupone una larga historia de trato personal. Y es esa historia la que está por desvelarse.

Hoy día, en los libros sobre San Francisco, se tiende a pasar por alto su vida interior, dándosenos, en cambio, un amplio anecdotario concorde con la mentalidad actual. Frecuentemente se nos presenta un Francisco del gusto de hoy, contestatario, hippy, patrono de la ecología, sin preocuparse, en general, por desvelar su misterio personal.

Para presentar a San Francisco el hombre de hoy no nos debiera preocupar tanto, me parece, si Io que Francisco fue o hizo es o no del gusto de nuestra época, cuáles de sus rasgos concuerdan con nuestras inquietudes. Por ese camino desenfocamos a San Francisco y traicionamos al hombre de hoy. Lo correcto y necesario es mirar a Francisco desde dentro de él mismo, incluyéndolo en su entorno vital, y así descubrir su misterio: y sin duda ese misterio será respuesta para hoy y para los siglos futuros.

¿Qué es el misterio de un hombre? En lugar de misterio, ¿qué otra palabra podríamos utilizar? ¿Secreto? ¿Enigma? ¿Explicación? ¿Carisma? ¿Un algo aglutinante y catalizador? Tengo la convicción de que todos los misterios, uno por uno, bajan desvelados a la sepultura y duermen allá su sueño eterno. En todos los individuos, su misterio está retenido entre los pliegues de los códigos genéticos, impulsos vitales, ideas e ideales recibidos desde la infancia.

Pero en el caso de Francisco encontramos, además, una personalidad singular tejida con fuertes contrastes que hacen más difícil captar su secreto. Sin embargo, para descifrar el enigma de San Francisco tenemos un cable: Dios. He ahí la gran palabra de su vida.

Dios pasó por sus latitudes. Dios tocó a este hombre. Dios se posó sobre este hombre. Dios visitó a este amigo. Y, con este hilo conductor, comienza a entenderse todo. Ahora vemos cómo los contrastes pueden estructurar una personalidad coherente y armónica. Comprendemos también cómo el hombre más pobre del mundo podía sentirse el hombre más rico del mundo, y tantas cosas.

 

Existe el principio del placer: todo ser humano, según las ciencias del hombre, actúa motivado, en algún sentido, por el placer. Francisco de Asís, sin el Dios vivo y verdadero, podría ser encasillado, en cualquier cuadro clínico, como un psicópata. Todos sus sublimes disparates, su amor apasionado a nuestra Señora la Pobreza, su reverencia por las piedras y gusanos, su amistad con los lobos y leprosos, el presentarse a predicar en ropa interior, el buscar la voluntad divina dando vueltas como un trompo... dan pie para pensar en el desequilibrio de una persona. Lo sublime y lo ridículo se tocan casi siempre. La frontera que divide lo uno de lo otro se llama Dios.

Sí; Dios hace que lo que parece ridículo sea sublime. Dios es aquella fuerza revolucionaria que hace saltar las normalidades, despierta las dormidas potencialidades humanas y las abre hacia actitudes sorprendentes y hasta ahora desconocidas.

De una piedra es capaz de extraer hijos de Abraham, y de cualquier hijo de vecino puede sacar ejemplares absolutamente originales. Con esta palabra —Dios-- el enigma de Francisco de Asís queda interpretado, su secreto descifrado.

Como vivimos en un mundo secularizante, existe el peligro y la tentación de pretender presentar al mundo de hoy un Francisco sin Dios, o un Dios con sordina o en tono menor. Y, en este caso, San Francisco comienza a parecerse a una bellísima marioneta que hace acrobacias prodigiosas; pero todo es fantasía: aquello no toca suelo; no explica el misterio de Francisco.

Nos podrán dar rasgos de su vida que conmueven a los románticos, hechos que seducen a los hippies, antecedentes históricos por los que los ecologistas lo consideran como su precursor, pero el misterio profundo de Francisco queda en el aire, sin explicación. Basta abrir los ojos y mirar sin prejuicios: desde el primer instante nos convenceremos de que Dios es aquella fuerza de cohesión que arma la personalidad vertebrada y sin desajustes de Francisco de Asís.

 

La mujer de su vida.

A su regreso de Perusa, apenas pisó las calles de Asís, nuestro brioso muchacho echó por la borda sus meditaciones sobre la fugacidad de la vida, olvidó los reclamos del Señor y, dando rienda suelta a sus ansias juveniles retenidas durante un año, se enfrascó en el torbellino de las fiestas. Muerta la sed de gloria, le nacía la sed de alegría.

Se formaron grupos espontáneos de alegres camaradas. Los que habían permanecido en forzada camaradería en el presidio de Perusa constituían las pandillas más bullangueras. Nombraron al hijo de Bernardone como jefe de grupo y le dieron el simbólico bastón de mando porque sus bolsillos estaban cargados y su alma rebosaba alegría. Trasnochaban hasta altas horas. Subían y bajaban por las calles estrechas entre gritos, risas y canciones. Deteníanse bajo las ventanas de las bellas muchachas para entonar serenatas de amor al son de laúdes, cítaras y arpas. Era una sed insaciable de fiesta y alegría.

Pasaban los meses. Nunca se agotaban los bríos ni se apagaba la inspiración. Generalmente, Francisco costeaba los banquetes. Había en él ese algo misterioso que cautivaba a todos. Siempre se le veía rodeado de la juventud más dorada y disipada de Asís. Participaba en los certámenes de cantos y en los torneos ecuestres, y lo hacía brillantemente. Envidiado por algunos y aplaudido por todos, el hijo de Bernardone era indiscutiblemente el rey de la juventud asisiense.

Así como el año anterior la Gracia había derribado de un golpe su sed de gloria, ahora la misma Gracia iba a reducir a polvo su sed de alegría. El viejo cronista aplica a este momento las expresivas palabras del profeta: "Cercaré tu camino de zarzas y te cerraré el paso con un muro" (Os 2,3). Una grave enfermedad de extraña naturaleza y difícil diagnóstico se abatió sobre su juventud, y durante largos meses lo tuvo atrapado entre la vida y la muerte: sudor frío, temperaturas altas y obstinadas, pesadillas, debilitamiento general, y una lenta. muy lenta convalecencia.

En esta prolongada recuperación y, en general, en este período de su existencia, aparece la persona que abrirá horizontes de luz a su vida, la mujer que imprimirá en su alma marcas indelebles de fe y esperanza: su propia madre.

La silueta de doña Pica, hecha de dulzura y fortaleza, se nos desvanece en el fondo del silencio. Pasa fugazmente como un meteoro por entre las páginas de los viejos cronistas. Aparece, resplandece y desaparece. Es de aquella clase de mujeres capaces de sostener el mundo en sus manos, pero lo hace sin dramatismos, simplemente y en silencio.

Por esas paradojas de la historia, aunque las fuentes nos transmiten sólo fugaces vestigios de su figura y estamos, sin embargo, en condiciones de sacar, por la vía deductiva, la radiografía completa de doña Pica. El método para lograr este propósito será indirecto: asomarnos al alma de Francisco y entresacar de su inconsciente, rasgo por rasgo, la efigie cautivadora de esta mujer a quien tanto debe el franciscanismo.

 

La tradición la supone oriunda de Provenza, cuna de la poesía y del cantar. Pero las fuentes guardan silencio al respecto. Disponemos, no obstante, de suficientes elementos para concluir, por deducción, que doña Pica era efectivamente francesa.

Es una constante humana el hecho de que, en los momentos en que la emoción se sale de cauce y se torna incontrolable, el ser humano tiende a manifestarse en su lengua materna, aquel idioma que "mamó". Se dice que San Francisco Javier, en su agonía, se expresaba en "euzkera" (vasco), su idioma materno. El Pobre de Asís, siempre que era poseído por una intensa emoción, pasaba a manifestarse en francés (provenzal). ¿No sería éste su idioma materno, el idioma de su madre?

Supongamos, por ejemplo, que yo aprendiera a los 20 años el idioma inglés y que lo dominara a la perfección. Si en un momento de explosiva emoción necesitara expresarme libremente y sin obstáculos rnentales, instintivamente pasaría al idioma materno o nativo en que van aglutinados la palabra y los sentimientos, la fonética y las vivencias lejanas.

Si, como la mayoría supone, Francisco hubiera aprendido el francés, ya de joven, en sus viajes comerciales, sería psicológicamente extraño y casi inexplicable que, en los momentos de júbilo en que las palabras, enlazadas a las vivencias más primitivas, necesitan salir connaturalmente, lo hiciera en francés. Se supone que a la persona que aprendió ya de adulto un idioma, le falta flexibilidad o facilidad para expresarse en ese idioma.

Podemos, pues, deducir que el idioma materno de Francisco era el francés, esto es: que el idioma de su madre era el francés (provenzal). Justamente por eso se dice idioma materno y no paterno, porque se aprende junto a la madre, junto a la cuna.

 

Como dijimos, disponemos de una vía deductiva para conocer el alma de aquella mujer y así, indirectamente, podemos conocer mejor el misterio de Francisco. Es un juego alternado: desde la vertiente inconsciente de Francisco extraemos los rasgos para una fotografía de doña Pica, y en el reflejo de la madre veremos retratada la personalidad del hijo.

Celano nos dice que, cuando el viejo mercader capturó al joven dilapidador en quien habían aparecido inclinaciones místicas y lo encerró en el calabozo, a la madre "le crujían de pena las entrañas". Hay una fuerza primitiva en esta expresión: no era sólo que la madre sentía pena por la situación del hijo. Era mucho más. Entre la madre y el hijo circulaba una corriente profunda de simpatía. No sólo había consanguinidad entre los dos, sino también afinidad. Ambos estaban constituidos en unos mismos armónicos.

 

Ateniéndonos a los escritos de San Francisco, impresiona con qué frecuencia y emoción evoca Francisco la figura materna, de la madre en general e inconscientemente (¿quién sabe si a veces conscientemente?) de su propia madre. Siempre que Francisco quiere expresar la cosa más humana, la relación más emotiva, la actitud más oblativa, acude a la comparación materna. Necesitamos sumergirnos en el fondo vital de este hombre, fondo alimentado por mil recuerdos —casi olvidados— de una persona que le dio cuidado, alma, cariño, fe, ideas e ideales.

En la Regla de 1221, al señalar las altas exigencias que originan y sostienen la vida fraterna, Francisco les dice a los hermanos que "cada uno cuide y ame a su hermano como una madre ama y cuida a su hijo". Volviendo a los mismos verbos tan maternos (amar y cuidar), en la segunda Regla, Francisco vuelve a la carga diciendo que "si una madre ama y cuida al hijo de sus entrañas, ¡con cuánta mayor razón deben amarse y cuidarse los nacidos del Espíritu!".

En todo esto la novedad no está en el verbo amar, vocablo muy viejo y bastante manido, sino en el verbo cuidar, verbo exclusivamente materno. Cuidar está en los mismos armónicos que el verbo consagrar o dedicar en la Biblia. Cuidar significa reservar la persona y el tiempo a otra persona, lo cual hacen, sobre todo, las madres.

Allá por el año 1219 aproximadamente, Francisco intentó dar una organización elemental a los hermanos que subían a las altas montañas para buscar allí el Rostro del Señor en silencio y soledad, y poder así recuperar la coherencia interior.

Escribió, pues, una norma de vida o pequeño estatuto que llamó Regla para los Eremitorios. Supone que allá arriba, en la cabaña, vive una pequeña fraternidad de cuatro hermanos. Y queriendo puntualizar las relaciones que deben regir entre ellos, Francisco utiliza expresiones chocantes, pero que trasuntan infinita ternura fraterna, digo, materna, acudiendo, una vez más y esta vez más que nunca, a la figura materna.

De los cuatro hermanos, "dos sean madres y tengan dos hijos". En cuanto a la índole de vida, "los dos que son madres sigan la vida de Marta, y los dos hijos sigan la vida de María". Después ordena, mejor, desea que, al acabar de rezar tercia, puedan interrumpir el silencio "e ir a sus madres". Entre tantas expresiones hay una cargada de especial ternura: "...y cuando tengan ganas, puedan [los hijos] pedir limosna a las madres, como pobres pequeñitos, por el amor del Señor Dios".

Como se trata del período de la vida eremítica, les aconseja también que no permitan en la cabaña la presencia de personas extrañas y que las madres "protejan a sus hijos para que nadie perturbe su silencio", y "los hijos no hablen con ninguna persona sino con las madres". Y para que no se establezca entre los hermanos ninguna dependencia sino que exista una real igualdad, tanto jurídica como psicológica, acaba Francisco diciéndoles que los hermanos se turnen en el oficio de madres e hijos.

En el trasfondo vital del hombre que se expresa de esta manera, palpitan ecos lejanos, casi desvanecidos, de una madre que fue fuente inagotable de ternura, de aquella mujer que pasó noches en vela a la cabecera del joven enfermo.

El Pobre de Asís enhebró en un mismo lazo dos de las cosas más distantes y reversas que pueden darse en este mundo: la vida eremítica v la vida fraterna, la soledad y la familia, el silencio y la cordialidad.

 

Hacía muchas semanas que el hermano León vivía con una espina en el alma que le empañaba la paz. Ni él mismo sabía exactamente de qué se trataba. Diríase a primera vista que sufría una duda de conciencia y quería consultar con Francisco; pero quién sabe si juntamente con eso se mezclaba también una dosis de nostalgia por el padre y amigo del alma con quien, caminando por el mundo durante tantos años, había forjado una profunda amistad.

Francisco, sabiendo que en el fondo de toda tristeza hay escondido un pequeño vacío de afecto y que, de todas maneras, no hay crisis que no se sane con un poco de cariño, tomó la pluma y le escribió una cartita de oro que comenzaba con estas palabras: "Hijo mío, te hablo como una madre a su niño". Detrás de la cartita "vivía" todavía "madonna" Pica.

 

Al analizar sus escritos, sobre todo los escritos místicos, advertimos, no sin cierta sorpresa, que, al dirigirse a Dios, casi nunca Francisco lo hace con la expresión padre, cosa extraña en un hombre tan afectivo.

Aquel Dios con quien tan entrañablemente trataba Francisco, era el Señor, el Omnipotente, el Admirable... Casi nunca padre. Esta palabra no solamente no le decía nada, sino que le evocaba inconscientemente la figura de un hombre egoísta y prepotente, y estaba cargada de los recuerdos más desapacibles de su vida. Si no sonara chocante, Francisco bien pudo haber invocado a Dios con el nombre de "Madre". Hubiera estado en perfecta consonancia con las fibras más profundas de su historia personal.

¿Cómo era, entonces, la mujer que emerge de estos textos y recuerdos? Se fusionaron en aquella mujer la fuerza del mar, la dulzura de un panal y la profundidad de una noche estrellada. La inspiración caballeresca que los trovadores provenzales habían importado a las repúblicas italianas, ya la había inoculado mucho antes aquella exquisita madre en el alma receptiva de su pequeño. ¿Cómo definir aquel no sé qué de su personalidad, que evoca...

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